Menú
Luis Herrero Goldáraz

Como si la vida fuera un cómplice

La única persona que puede abrirle los ojos a quien está empeñado en condenarse es ella misma, una vez se ha condenado.

La única persona que puede abrirle los ojos a quien está empeñado en condenarse es ella misma, una vez se ha condenado.
Robert de Niro en La misión. | Archivo

Para entender los entresijos del alma humana no hacía falta leer a Tolstoi, aunque eso algunos ya lo sospechábamos. Bastaba con acercarse a Frigiliana y escuchar a Ángel hablar desde su bar de familiares, motos y divorcios. Ángel es un hombre bueno que regenta un restaurante en uno de los pueblos más bonitos de España. Atiende las mesas junto a su hermano Javier y vende sus productos igual que una abuela trata de casar a sus nietos. Al final, uno se va de allí no sabiendo si ha tenido la mejor cena del verano por la calidad del producto o de los halagos en los que llega envuelta, pero poco importa. Por el camino, puede ir enterándose de algunas cosas. Por ejemplo, que Ángel lleva a los mandos de ese local exactamente dos años, tres meses y un día; que llegó de Sevilla después de cederles el antiguo a dos de sus hijos, uno de ellos chef "y de los buenos"; que Mari, la chica que tiene en la cocina, hace las mejores mermeladas de la tierra; que Loli le dejó y que él la entiende, después de tantos años de tener que soportar a alguien que quizá bebía más de la cuenta; que Javier es el camarero más gracioso de toda Málaga; que no hay sonrisa más radiante que la de un padre orgulloso; que Ángel ya ha cumplido cinco años sin probar una gota de alcohol; y que la clave de la felicidad consiste en subrayarla, da igual que los demás te tilden de exagerado, porque ser feliz es una hipérbole.

Ángel se expresa con la sencillez de quien dice más de lo que dice sin pretender decirlo. Es una de esas personas sabias que si lo son es sobre todo porque no se saben siéndolo. Por eso puede encerrar verdades en pequeños gestos y resumir la esencia entera de la historia en una frase tan sencilla que podría parecer un vulgar lamento. Al hacerlo, no se lamenta por él ni por su pasado. Se lamenta por el futuro ajeno y si echa la vista atrás es sólo para reconocer el momento exacto en el que pudo sellarse un destino que él conoce bien porque es el que comparten todos los que alguna vez se han equivocado. Él no lo dice así, por supuesto. La verdad no tiende a ser tan embrollada. Le basta con referirse a una sobrina y suspirar, para explicar después que no hay nada más doloroso que saber antes de tiempo cómo va a acabar alguien a quien quieres. Y todavía más. Saber que es inevitable que acabe así, porque la única persona que puede abrirle los ojos a quien está empeñado en condenarse es ella misma, una vez se ha condenado.

Después cambia de ánimo como quien espanta un mal agüero y prefiere dar pie a que Javier le vacile un rato. Hablan de su juventud, de la melena que gastaba antes de tener que gastar calva. Del Renault que solía conducir y del claxon que le colocó, el que hacía el sonido de La Cucaracha para que Loli supiese que había ido a recogerla sin necesidad de llamar a su puerta. Hablan de sus proyectos, de las deudas que tuvo que contraer y que pagó para sacar a flote el negocio de la vida. De la moto que se acaba de comprar y de sus hijos, que más que sus hijos son su orgullo. Hablan de todo un poco y de todo con alegría. Así que observándole uno no puede no pensar si sabrá también reconocer el momento exacto en el que alguien puede redimirse antes de tiempo. Es difícil precisarlo. Por lo pronto, él le ha colocado a su nueva moto el claxon de La Cucaracha. Cada vez que puede, pasa por delante del local de sus hijos y lo hace sonar, imaginando que dentro estará Loli y que quizá lo escuche. "Lo único que hace falta es tiempo", comenta. Y sonríe y guiña un ojo, como si la vida fuera un cómplice.

En España

    0
    comentarios

    Servicios

    • Radarbot
    • Hipoteca
    • Libro