
En la que probablemente sea la mejor introducción a un capítulo de una serie en toda la historia de las introducciones a los capítulos de las series —cómicas o dramáticas, en esto no hago distinciones— Dwight Schrute, probablemente el mejor personaje de una serie en toda la historia de las series, decide poner a prueba a sus compañeros de oficina simulando un incendio. Describir lo que sigue carece de sentido porque, que yo sepa, nadie nunca ha podido describir la risa exactamente. Digamos en todo caso que es la apoteosis del caos, del desconcierto, de la anarquía, del egoísmo, del absurdo, de la desesperación, de la injusticia y de la idiotez humana. Todo lo que se da en algunos simulacros de alarma, en fin, por alguna razón más desordenados e inciertos que si fueran alarmas de verdad.
Pienso mucho en esa escena cada vez que se genera un revuelo social y de repente parece pender sobre nuestras cabezas una amenaza inminente, poderosísima y difusa que sin embargo puede ser desactivada, eso nos dicen, si actuamos todos unidos por la causa común de la supervivencia. Lo que suele ocurrir es un simulacro de alarma. Pocos acontecimientos he visto más irracionales que los que protagoniza la sociedad mediático-política cada vez que se decide a atacar con fiereza un problema importantísimo que de pronto ha determinado inaplazable. Es un espectáculo digno de estudio. Los líderes que deberían guiar la defensa arrojan armas a la turba y se suman a ella, supongo que con la esperanza de convertirse más rápidamente en líderes sin cortapisas; los gritos, los llantos y las denuncias se suceden y se empalman, como si lo primordial no fuese atajar el fuego, sino señalarlo con el dedo; el ruido se apodera de todo; las soluciones fáciles, terribles y cortoplacistas se adueñan de la plaza pública y lo que al final termina siendo ignorado son los verdaderos protocolos, esos que ya recoge el sistema y que habían sido diseñados para acometer ese tipo de emergencias.
Saber que se trata de un simulacro y no de una alarma de verdad es sencillo porque el detonante suele ser un trampantojo. Un trampantojo es aquello que contiene todas las características de la amenaza real, todos sus diminutos rasgos definitorios, pero que al ser más inofensivo y manejable concita un levantamiento llamativamente mayor de justicieros sin máscara y de activistas del Bien dispuestos a plantarle cara. En España, por ejemplo, el sexismo machista irrespirable que atenta contra la seguridad de las mujeres no ha merecido soluciones drásticas y pronunciamientos masivos cuando una ley ha sacado a más de mil violadores a la calle. Ahí no eran urgentes las purgas ni los enjuiciamientos populares. Lo han sido un segundo después, eso sí. Exactamente cuando un impresentable con bastante poder y cuya decapitación beneficia más que perjudica a sus verdugos le ha plantado un pico a una jugadora de fútbol en una entrega de premios.
En circunstancias distintas, contemplar este caos magnificado e inverosímil sería hasta divertido. El problema es saber que detrás de todas las personas ciertamente acongojadas por un peligro exagerado que se les viene encima existen otros tantos Dwights Schrutes. Gentes dispuestas no sólo a simular un fuego sino hasta a provocarlo, si hiciera falta, con tal de colocar sus soluciones. Por el camino lo que se están cargando son las garantías del derecho. Es decir, lo único que de verdad podría salvarnos de nosotros mismos en caso de emergencia.