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Juan Cermeño

Veneno feminista

Inocula crispación, vileza, suspicacia, maldad, segundas intenciones y censura. Destruye el sentido común, la nobleza, la lógica y el saber estar.

Inocula crispación, vileza, suspicacia, maldad, segundas intenciones y censura. Destruye el sentido común, la nobleza, la lógica y el saber estar.
Ione Belarra, Irene Montero y Lilith Verstrynge en la sesión constitutiva de las Cortes Generales. | EFE

Nunca había prestado demasiada atención a la ministra de Igualdad. Un aura histriónica, miradas furibundas y desencajadas, ese retorcer tan suyo del lenguaje, alterando con maestría significado y significante para embaucar al personal… Había algo en ese alma débil y atormentada que me repelía. Y una intuición secreta y devastadora me mantenía a la distancia exacta del personaje para no perturbar mi paz. Como el psicólogo policial que examina las filias, fobias y patologías del sospechoso, confirmando que estás en presencia de alguien realmente peligroso.

Como sus desvaríos legislativos no me alcanzaban podía mantenerme al margen, oír sin escuchar. Un servidor es afortunado y siempre convivió entre hombres de buena voluntad, que no necesitaban legislación del sentido común ni del saber estar. A fin de cuentas, mejores o peores, las leyes rigen a los hombres cuando la moralidad les abandona y, en el caso de las cláusulas Montero, es muy posible que quien ponga la mano encima a su pareja ya esté echado a perder.

La entropía que Irene genera en la vida pública no es castigo menor, pero uno siempre podía escapar de ella en la intimidad. O eso pensaba yo, hasta hace unos días. En un grupo de Whatsapp – los carga el diablo – enseñaron el vídeo promocional de unos jóvenes incorporándose a su nuevo lugar de trabajo. Eran tres hombres. Alguien hizo referencia a una mujer del mismo lugar que estaba también en disposición de aparecer en el vídeo. Otro elevó la sugerencia a exigencia, porque no era de recibo que faltaran mujeres en un planeta donde son parte y mitad. Otro, por extinguir el conato, comentó que podría haber salido una mujer pero que, en realidad, había una mayoría de hombres en dicho lugar de trabajo. Demasiado tarde. Frase tras frase, cundió la cólera y el pánico, y fuimos testigos de un nuevo capítulo de esta guerra de sexos que desde hace un tiempo sale a bestseller por temporada.

El asunto era anecdótico. Sin importancia, sin respuesta o solución únicas, como en tantas otras ocasiones donde la vida se vuelve gris. Hace ya tiempo que el neofeminismo descendió del mundo de las ideas para invadir el legislativo y judicial. Ahora, atónito, contemplo rendido cómo alcanza el mío: se filtra como un veneno silencioso; inocula crispación, vileza, suspicacia, maldad, segundas intenciones y censura. Destruye el sentido común, la nobleza y amistad, la lógica y el saber estar.

El neofeminismo – me disculpan el abuso del prefijo, pero nada es lo que era y conviene distinguirlo – se alimenta del drama y la pena. Es un devorador de sentimientos en detrimento del pensamiento. Es el dementor político, recordando a esos seres oscuros que absorbían el alma de Harry Potter y compañía. Este nuevo lobby mafioso siembra la discordia entre hombres y mujeres para fragilizar e imposibilitar sus relaciones. Es su macabra estrategia para una suerte de control de masas: cuando los años pasen y las vidas pesen, ¿por qué causa se levantará y luchará un futuro ejército de solteros? Si destruyen el milagro del binomio hombre-mujer, la decadencia y apatía nos gobernarán y nos convertiremos en barro, a merced del nuevo Dios del siglo XXI.

Montero y compañía continúan la cruzada hacia su Dorado particular. Se debe parecer a aquel capítulo de Futurama donde se descubría una civilización hembrista de amazonas superdesarrolladas y la pena de muerte para los reos masculinos era la cópula de sus vidas.

Los guionistas ya adivinaron que en sus corazones pesa más el odio al otro que el amor propio. Y es que no hay delito, por muchas leyes que se estropeen, comparable a sembrar la discordia, el odio y la oscuridad en el corazón de los hombres. Como no está en mi mano detener a quienes usan el feminismo con carácter mafioso, tendré que refugiarme en aquellos que son refractarios a sus inversiones del sentido común. Pero el cerco se va estrechando. Los nuevos tiempos no cejan en su empeño de legislar el corazón del hombre.

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