
Cuando era niño, en uno de esos cuadernos que te daban en el colegio para que pasases las vacaciones sintiendo en el cogote el aliento de la responsabilidad, que nunca veranea, tuve que copiar el famoso relato de Jorge Bucay sobre el elefante encadenado. La historia es que un niño va a un circo y alucina con el elefante, tan enorme y fuerte. Pero todavía alucina más cuando, al terminar la función, descubre que lo mantienen atado a una cadena que está anclada al suelo por una diminuta estaca. Cuando pregunta a los mayores, le responden que el elefante no se libera, pese a que no le costaría demasiado hacerlo, porque está amaestrado. Estuvo atado a aquella estaca tanto tiempo cuando era pequeño que aprendió que no podía con ella y dejó de intentar arrancarla.
A mí el relato me impactó por lo que se supone que debe impactar a todo el que lo lea. Me imaginé siendo aquel elefante y sentí vértigo de pensar cuántas estacas podrían estar amaestrándome en aquellos precisos momentos, cuando todavía no tenía capacidad para valerme por mí mismo. En lo que nunca reparé es en la importancia de ser estaca.
No creo que descubra nada nuevo si digo que la civilización descansa sumergida en un sueño increíblemente ligero. A veces, bastaría una única detonación para que todos los hombres, que no somos más que armas cargadas apuntándose unas a otras, nos liemos a tiros en una espiral asesina. Para evitar que eso ocurra es necesaria la enseñanza temprana, en ocasiones explícita por pura responsabilidad social, de que existen unas fronteras que delimitan nuestra integridad y que no sale a cuenta tratar de saltárselas. Porque lo que ocurre, al final, es que podemos llenarnos la boca con alegatos de paz y condenas a la violencia, pero todo se resume en lo de siempre: no hay remedio más eficaz contra el abusador de la clase que enseñarle más pronto que tarde que también a él se le puede plantar cara.
La obligación de ser estaca es una cosa para la que pocas veces nos adiestran, y sin embargo toda nuestra vida se asienta anclada a una cadena tan endeble como la creencia compartida de que hay ciertas líneas rojas que no pueden ser traspasadas. Hoy es difícil no llegar a la conclusión de que el elefante han sido siempre los partidos políticos. Y que, de ellos, el más audaz es el inmenso PSOE, una bestia mastodóntica que lleva más tiempo que ninguno probando a ver cuántos centímetros podía sacar la estaca que le mantenía atado al Estado de derecho.
En cualquier caso, del relato de Bucay no sólo me impactó la explicación de los adultos. Una cosa que a mí nadie supo explicarme, pues también era un niño pero no vivía dentro de ninguna moraleja, fue por qué los idiotas del circo se arriesgaban a que el elefante escapase. Por qué no lo ataban a diferentes argollas, aunque sólo fuese por si acaso. Pedro Sánchez es un simple animal que ha descubierto desquiciado que no ocurre absolutamente nada si se pasa la cadena por la trompa. Pero la culpa es de los ciudadanos —militantes socialistas y votantes ciegos, sobre todo—. Esos que no solamente decidieron que bastaba con confiar en que estuviese amaestrado, sino que vieron cómo de fácil se soltaba y siguieron aplaudiendo sus esfuerzos. Aquellos que continúan vitoreando todavía, como si todo fuera parte de una función inofensiva. Los que incluso hoy no ven que están delante de una bestia irracional con la fuerza suficiente —se la hemos dado nosotros— para aplastarnos a su antojo.