
Es día de cenas de empresa de Navidad, es día de destrozos, despidos, y amores imposibles. Mi teoría es que hay que apuntar a máximos para garantizar la diversión. Con una gran cogorza en la cena navideña puede que no te ganes un aumento de sueldo, pero quién sabe. España premia cada día a cientos de imbéciles con cargos, aumentos y bendiciones, así que tal vez ahora te toca a ti, o a mí.
Anoche compartí espacio en un restaurante con una cena de empresa realmente decepcionante. Todo el mundo llegó sereno a la mesa. Tenían el aspecto de haber estado consumiendo hojas de lechuga y agua con gas toda la maldita tarde. Primer error. Mi teoría es que a la cena de Navidad hay que llegar piojo perdido. Primero, porque es la única manera de soportarla. Y segundo, porque lo mejor es que al día siguiente no recuerdes nada: ni las peticiones de matrimonio, ni al contable canoso perreando a ras de suelo sus abundantes carnes, ni al directivo ebrio que a la segunda copa promete cargos e incentivos, ni al becario aprendiz de sindicalista que propone a sus iguales una rebelión interna para cargarse al jefe de personal.
A la media hora de cena estaban tan tranquilos que ni siquiera escuchábamos sus conversaciones los demás comensales de la sala. Inaudito. Como español me sentí profundamente avergonzado. Todo estaba mal en esa cita. Incluido el acelerón etílico que provocó uno de los directivos más veteranos cuando pidió a los postres un gintonic, haciendo desenfundar a todos los presentes las ganas de apretarse sus correspondientes combinados, todos a gran velocidad, degenerando aquella paz institucional en una suerte de despedida de soltera en cosa de veinte minutos.
Una de las becarias estaba de cumpleaños y trataba de mantenerlo en secreto. Pero el del gintonic primerizo la delató a grandes voces. Así que le hicieron subirse a la silla, roja como tomate maduro, como en una guardería, y le cantaron el Cumpleaños feliz al que todos nos unimos gustosamente golpeando los cubiertos contra la cristalería como Dios manda. Uno, con aspecto de comercial, que por entonces había empezado a ir al baño cada cuarto de hora, aprovechó que la joven estaba en lo alto para introducirle un billete de cincuenta euros en el bolsillo del pantalón y reírse mucho; originalísima broma que, si bien pudo llevarle al calabozo, situó al fin la cena de los Amigos de Hornimans en una auténtica jarana, ahí, con todo su buen gusto al aire, su cogorza colectiva, y sus chistes políticamente incorrectos sobre cómo aparcan las mujeres, o porque los hombres de pene pequeño ganan menos dinero. Un festival.
Me asombró el brindis del jefe de la compañía, en lenguaje inclusivo, creo, y en un perfecto esperanto, inspirado por los tres pelotazos de whisky que se arrimó en media hora tras el café. Nadie sabe con exactitud lo que dijo, pero la mayoría se rompieron las manos a aplaudir, como diputados en el Congreso cuando habla el líder. Eso también es un clásico. ¿A qué hemos venido si no?
Al cuarto copazo surgió el tema del que todos estaban deseando hablar y nadie se atrevía: Sánchez y su amnistía. Para sorpresa de nadie, el presidente del Gobierno recibió una inmensa cantidad de calificativos que, digamos, no le dejaron en muy buen lugar; y es normal, porque, como él mismo dice en su libro de autoayuda, no puede caminar tranquilo por la calle por la cantidad de cariño, abrazos, y besos que le brindan los españoles.
Tengo para mí que la única cena de empresa de Navidad en la que no se insultará demasiado a Sánchez es en la del Consejo de Ministros, aunque tampoco ahí descarto sorpresas, que ya todo el mundo ha visto la jugada de Bolaños en primera fila en la Curia de Pompeyo, la pasión por menear sillas ajenas de Yolanda, y el odio en general a toda la especie humana de Mónica García, algo que comparte con el presidente, que por eso la ha puesto de Ministra de Sanidad, para acabar con todos nosotros cuanto antes.
Mataría por estar en esa cena de Navidad monclovita. Sacar a bailar salsa a Albares, proponerle a Urtasun partir en trozos los cuadros del Prado para poder distribuir un cachito en cada región, escuchar a José Luis Escrivá interpretar unas seguidillas navideñas, ponerme las gafas de Bolaños e imitar a Berto Romero y, por encima de todo, escuchar el brindis de María Jesús Montero pero con pinganillo, que habla ya como como si a Martes y 13 se los hubiera comido algún personaje de Los Morancos, pero con las consonantes de El Fary. Pero no sé qué me hace sospechar que, un año más, no van a invitarme. Y no lo puedo entender. Porque donde comen 137 ministros, comen 138.
