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Harvard, capital mundial del plagio

La cabeza de Gay no es más que un primer paso para destruir el cáncer que está corroyendo las universidades norteamericanas.

La cabeza de Gay no es más que un primer paso para destruir el cáncer que está corroyendo las universidades norteamericanas.
La presidenta de Harverd, Claudine Gay, prestando testimonio en el Congreso de EEUU. | EFE/EPA/WILL OLIVER

Uno de los epicentros del antisemitismo mundial, al que Hamás despertó el 7 de octubre de una larga hibernación, ha estado en las universidades estadounidenses. Las manifestaciones de apoyo a la masacre y de odio a los judíos han sido omnipresentes en los mismos campus en los que cualquier palabra puede y habitualmente es malinterpretada como racista, machista y tránsfoba por estudiantes, profesorado y especialmente la burocracia universitaria. La respuesta institucional ha sido el silencio, cuando no la justificación de los ataques contra los judíos bajo la excusa de la libertad de expresión. Las mismas autoridades que habían sacado comunicados a favor de las causas más diversas, de la muerte de George Floyd a la invasión de Ucrania, de repente quedaron calladas cuando los estudiantes y profesores judíos eran acosados.

La minoría históricamente más perseguida de Occidente se ha quedado fuera de los colectivos protegidos por la ideología woke, encarnada en los departamentos de diversidad, igualdad e inclusión (DEI, por sus siglas en inglés). Como también les ha sucedido a los americanos de origen asiático, los judíos se han quedado oficialmente fuera del estatus de víctima, el más preciado premio dentro de esa merienda de negros conocida como interseccionalidad, debido a que han tenido demasiado éxito como grupo. Y como las diferencias entre grupos nunca pueden ser debidas a otra causa que no sea la opresión, los judíos y los asiáticos ya son parte integrante del supremacismo blanco. La violencia, verbal o física, contra ellos ha pasado a estar justificada como autodefensa. Si según la ideología woke no se puede ser racista contra los blancos, tampoco es censurable clamar a favor del genocidio de los judíos, que eso y no otra cosa es lo que se esconde tras el eslogan "Palestina será libre del río al mar".

Fue en este ambiente que hace unas semanas fueron llamadas a declarar en el Congreso las rectoras de las universidades de Harvard, MIT y Pensilvania. Sus respuestas escrupulosamente legalistas a las preguntas sobre si clamar por un genocidio contra los judíos violaba sus códigos internos –depende del "contexto", alegaron— indignaron a buena parte de la opinión pública, escandalizada por el doble rasero: dos de ellas están a la cola del ranking de libertad de expresión de entre cerca de doscientas cincuenta analizadas; la tercera está unos diez puestos más arriba. Puedes optar por apoyar la libertad de expresión en todos los casos, de modo que cuando profesores y alumnos llegan al extremo de aplaudir el genocidio de los judíos puedes señalar tu historial de tolerancia y negar que tu inacción signifique apoyo. Pero cuando te dedicas a censurarlos de forma rutinaria te haces responsable de lo que sí permites que digan. Así lo interpretaron muchos de los donantes de estas instituciones, entre los que hay muchos judíos; su fuerza fue suficiente para provocar la caída del eslabón más débil: Liz Magill, rectora de la Universidad de Pensilvania, que dimitió de su cargo para apaciguar los ánimos. Pero MIT y Harvard resistieron.

Casi inmediatamente el exitoso activista Cristopher Rufo empezó a publicar pruebas de que el escasísimo bagaje académico de la rectora de Harvard, Claudine Gay, que apenas supera la docena de artículos publicados, contenía numerosos plagios: frases y párrafos copiados de trabajos de terceros, sin entrecomillados ni atribuciones de autoría. El consejo rector de Harvard lanzó inmediatamente un comunicado confirmándola en el puesto, pero las pruebas se han ido acumulando: había plagiado incluso los agradecimientos de su tesis. El doble rasero, de nuevo, es flagrante: los estudiantes son frecuentemente castigados por pecados académicos mucho menores en comparación: Gay no sólo debería dejar su cargo; no debería siquiera enseñar en la universidad.

Pero Harvard no había nombrado a Gay por ser una académica de éxito: incluso sin plagio, su producción es minúscula y sin importancia alguna. Lo hicieron porque era una mujer negra dispuesta a cambiar la universidad para convertirla en una institución más activista que académica. Y es ese cambio el que se intenta proteger en su persona: hasta el punto de que hasta Obama se ha movilizado para evitar su destitución. Pero su esfuerzo ha sido en balde, y el año ha arrancado con la noticia de su renuncia.

La cabeza de Gay no es más que un primer paso para destruir el cáncer que está corroyendo las universidades norteamericanas. Estados como Florida ya han dado alguno más, como la absoluta prohibición de los departamentos de diversidad, igualdad e inclusión, cuya presencia ha demostrado que exacerba los conflictos raciales en lugar de calmarlos. Están empezando a circular propuestas más profundas, como la obligación de que sean las universidades quienes tengan que pagar, al menos en parte, los créditos estudiantiles que sus alumnos sean incapaces de devolver, forzando así no sólo a reducir costes sino sobre todo a centrarse más en su función educativa por encima de la activista. Y estamos empezando a ver un cierto cambio en el posicionamiento político de algunos judíos norteamericanos. Quizá el 7 de octubre y sus consecuencias les hayan hecho ver, como ya les pasara a los propios israelíes, dónde están sus verdaderos amigos y defensores.

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