
Añoramos la niñez porque es tiempo de ilusiones puras sobre la tabla rasa de una conciencia límpida. La osadía de la ilusión infantil nos prepara para la vida, nos empuja al vacío de caminar sin asirnos a ninguna mano firme. Sin ella caeríamos presa de la monotonía en cualquier rutina de la niñez. Ansiamos descubrir, palpita nuestro corazón por cualquier nadería –bendita sea la inmensidad de lo diminuto—, caminamos dando saltos de alegría sin razón aparente. Nos ilusiona el sol, el fútbol, la playa, las estrellas, el cine, los amigos, los dulces, las visitas, los viajes, los parques, y la novedad. Pero de todas las ilusiones del año de los niños, el día de Reyes sigue siendo la más grande. En este rinconcito par del calendario se juntan la magia, la tradición, la sorpresa, y la fe.
Admiro a los niños porque se toman muy en serio la noche de Reyes y cada uno de sus pequeños rituales familiares, desde la urgente colocación de los zapatos hasta el aroma del roscón en la mañana. Hoy como ayer. Nos acostábamos sudorosos y agitados, con la prisa para dormir que nos trae el primer insomnio, con la cabeza en la placentera incertidumbre del papel de regalo, y el corazón deseando que el sol brote por donde quiera, pero que sea rápido. Nos acostábamos pronto y sin discusión. Nos acostábamos sonriendo y eufóricos. Nos acostábamos con un nudo en la garganta, invadidos de la noche mágica en que Sus Majestades, como fugados de un Belén, asaltarán felizmente el hogar, a esa hora en que los niños lográbamos darnos por durmientes, aunque fuera a veces una esmerada simulación.
En la eterna duermevela del anochecer del día 5, escudriñábamos cada ruido en casa en mitad de la penumbra de la habitación, intentando adivinar sin acertar de más. Los zapatos de papá, que hacían crujir la madera del pasillo de una manera muy singular, el caminar descalzo y excitado de los hermanos mayores en sus privilegiadas idas y venidas en libertad, las extrañas explosiones de unas bolsas de plástico al abrirse o cerrarse en el silencio hermético de la noche, el timbre misterioso a deshora en el telefonillo, el crujido silenciado pero audible de la puerta del salón con su viejo pomo vencido y tembloroso, el tintineo de las copas de champán al otro lado de la pared, y las persianas de los vecinos cayendo como guillotinas, un eco que se expande como un adiós interminable y abrupto por el túnel del tiempo del patio de luces.
Y en la alborada, sueño vencido al fin. Resaca de emoción y piernas temblorosas, tratando de enderezarse pronto sobre el suelo del cuarto, y lanzarse a andar hacia la aventura de lo desconocido, ya sea con la imprecisión del sonámbulo, o con la debilidad del recién amanecido, comiéndose a cada paso la ansiedad de saber si habrán venido ya o no los Reyes Magos; duda colmada de certezas al final del pasillo, tan solo siete interminables pasos, al rebasar el marco de la puerta del salón, y volver los ojos hacia la chimenea, convertida ahora su lóbrega existencia en un brillante escaparate de cariños familiares, dulces navideños y chocolates, y coloridos papeles centelleantes de todos los tamaños prologando el misterio de abultados paquetes que escudriñábamos velozmente, achinando los ojos, tratando de detectar en la marea de novedades la grafía real de nuestro nombre.
Era un instante. A veces los ojos no se habían acostumbrado aún a la claridad, poseídos por una niebla blanca y molesta, a menudo debíamos frotarlos para aclarar la mirada y despejar al fin la fantasía de las horas durmientes, o tal vez para asegurarnos de que el sueño había terminado, y que toda aquella magia había vuelto a producirse de nuevo, un año más, que era real, que lo podías tocar frente a tus ojos, que tanta ilusión alimentada con audacia por los nuestros durante doce meses había obtenido de nuevo su recompensa, que al fin otro 6 de enero los Reyes Magos daban su visto bueno a nuestros grandes o pequeños esfuerzos por aspirar al sencillo, noble, e inconcreto arte infantil de ser buenos.
Para un cristiano, claro, la Navidad es tiempo de amor y esperanza. Para cualquier español es también tiempo de muy particulares tradiciones. No es casualidad que estos días de reencuentros, brindis, buenos deseos, y oraciones familiares, culminen al fin en el 6 de enero, con elocuencia señalado como Solemnidad de la Epifanía, con una alegría infantil, también en los adultos, que nos recuerda que aún somos amados, que aún nos quieren bien, que no nos han olvidado, que alguien desea todavía vernos sonreír.