
Al régimen chavista se le tiende a comparar con la Cuba comunista que fundaron los hermanos Castro. Y, si bien en tanto que mensaje sencillo e impactante eso puede resultar eficaz a efectos comunicativos, lo cierto es que a quien más se asemeja la República Bolivariana de Venezuela es al viejo México del PRI, el Partido Revolucionario Institucional, aquel célebre oxímoron. Y es que Cuba será lo que sea, pero no ha engañado nunca a nadie en relación a su naturaleza esencial de dictadura; del proletariado o contra el proletariado, mas dictadura en cualquier caso.
El México del PRI, en cambio, resultó ser tan dictatorial como lo es Cuba, pero supo revestirse siempre de una apariencia externa democrática que le sirvió para lograr legitimarse durante decenios ante la mayor parte de eso que los cursis llaman "la comunidad internacional". Esa es la diferencia ontológica fundamental entre una dictadura inteligente y una dictadura a secas. Porque lo que define a cualquier dictadura es la radical imposibilidad práctica de apear del poder a sus dirigentes sin el recurso a la violencia. De ahí que, en el fondo, resulte secundario saber si ganó en votos Maduro o no.
Pues, lo esencial es que, ganase o no ganase, era imposible que dejara el poder de modo pacífico tras el recuento de las papeletas. Venezuela, sí, es una dictadura cuyo horizonte final deja entrever ya todas las señales de que puede acabar en un gran baño de sangre. Y mucho más pronto que tarde, además. Por eso, la OEA, Estados Unidos y Europa deberían dejar a un lado ahora las grandes proclamas retóricas para tratar de esforzarse en recrear las mismas condiciones que en su día permitieron las transiciones pacíficas en la Europa del Este y en la misma España. Unas condiciones que necesariamente deberían pasar en primera instancia por garantizar una salida personal tanto a Maduro y su familia como al resto de la cúpula civil y militar del régimen. Cualquier otro escenario que no apele a la negociación puede abocar a una carnicería. Todavía hay tiempo. Confiemos.
