Quiero llamar la atención sobre la radical importancia de los delitos de revelación de secretos por afectar a un derecho fundamental como es el de la intimidad, relativizado en una sociedad actual en la que la permanente exposición en redes sociales parece haber calado en la opinión pública, como algo no especialmente trascendente que puede ser transgredida sin ninguna consecuencia.
Y sin embargo no es así por cuanto afecta al núcleo esencial del derecho a la dignidad e integridad moral de la persona que debe ser garantizada a toda costa por el Estado en una sociedad democrática avanzada, en la que la mediatización de ese aspecto nuclear de la condición humana resulta insoslayable.
Y es especialmente lacerante que a ello coadyuve los poderes públicos pretendiendo en la permanente refriega política restarle trascendencia, anteponiendo bienes jurídicos igualmente dignos de protección pero que deben ceder ante tan contundente ataque, máxime si son las propias instituciones públicas las que incurren en dicha fatal agresión.
Por eso, la conducta del Fiscal General del Estado como presunto autor de un delito de revelación de secretos de un particular ciudadano anónimo, aunque sea pareja de un personaje público, reviste una entidad de tal calibre que no debe ser minusvalorada mediante el amparo en causas de justificación inadmisible en derecho penal –presunta defraudación al fisco– y en absoluto susceptible de una especie de respuesta obligada que compensa la intromisión ilegítima.
Me atrevo a decir que el Tribunal Supremo va a ser especialmente contundente en la persecución de ese ilícito penal en el bien entendido de que por la significación de la afrenta y por la necesidad de poner a salvo también la integridad de las instituciones públicas hoy tan degradadas, no va a dejar de ser implacable en la averiguación, enjuiciamiento y tal vez condena de los eventuales responsables.
De ahí que tras la información previa conocida a la dimisión del Secretario General de los socialistas madrileños, el punto de mira del instructor del Alto Tribunal va a dirigirse ya no solo contra la cabeza visible de la Fiscalía —algo inaudito en democracia—, sino también apuntará a quiénes desde el complejo de la Moncloa, en la proximidad de la Presidencia del Gobierno, instaron al alto funcionario imputado a trasladar el material sensible de la comunicación habida entre el Ministerio Público y el letrado del ciudadano anónimo investigado por la hacienda pública para uso en la refriega política, depurando todas las responsabilidades que dimanen del delito en cuestión.
La pedagogía que además animará la persecución de tan deleznable conducta se va a ver enmarcada en la necesidad de procurar, si es que es posible, el mantenimiento de la confianza ciudadana en las instituciones y el sacrosanto derecho a la intimidad personal del afectado.
El balance de ambos principios esenciales para garantizar una democracia de calidad se nos antoja crucial dado que si la confidencialidad de los datos personales que manejan los responsables públicos puede ceder al interés político que anima la lucha partidaria —concebida como eliminación del adversario ideológico—, la puerta que se abre al comportamiento mafioso lo es de par en par.
Finalizo con un aviso a navegantes en las procelosas aguas de la lucha por el poder concluyendo que con toda seguridad la lista de investigados en el procedimiento abierto en el Tribunal Supremo se va a incrementar notablemente, y la afectación a significados próceres del panorama político va a hacer insostenible la pretendida y proclamada voluntad de Pedro Sánchez de perpetuarse indefinidamente en el poder.