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El discurso del Rey

Ningún Rey lo es para hacer felices a los enemigos de su nación.

Ningún Rey lo es para hacer felices a los enemigos de su nación.
Mensaje de Navidad de Su Majestad el Rey 2024. | Casa de S.M. el Rey

Corría el año 2011 cuando se estrenó con gran éxito de crítica y de público la película The King’s Speech (El Discurso del Rey), protagonizada por el magnífico actor Colin Firth en el papel de Jorge VI. Es una historia real (en todas las acepciones del término) de superación.

A la muerte de Jorge V, en 1936 (año en que en todas partes cocían habas…) la Corona británica atraviesa una de sus peores turbulencias. El heredero natural, Eduardo VIII, insiste en casarse con una americana pendiente de divorciar, Wallis Simpson. Algo difícil de digerir en la época, más siendo el monarca la cabeza de la Iglesia anglicana. Que, dicho sea de paso, lo era por otro lío de faldas, el de Enrique VIII con Ana Bolena. Para poder casarse con ella, Enrique se tuvo que divorciar nada menos que de Catalina de Aragón, la hija menor de los Reyes Católicos. Se dice pronto. El Papa eso no lo iba a permitir. Entonces el rey inglés decidió romper con Roma, crear una Iglesia propia y ponerse al frente de la misma.

Posteriormente también hemos ido sabiendo que otro motivo para empujar a Eduardo VIII a la abdicación era que él y su Wallis se llevaban un poco demasiado bien con Hitler. O eran un poco pronazis o se lo hacían, pensando quizás que, en una Europa dominada por la nueva Alemania, ellos lograrían retener su Corona. Ahora nos gusta pensar que todo el mundo en la época tuvo clarísimo desde el principio que algo olía a podrido en el Tercer Reich. La verdad es que el primer ministro británico Arthur Nevile Chamberlain, junto con el francés Édouard Daladier, firmaron con Hitler y Mussolini los vergonzosos Acuerdos de Munich. Churchill tendría que emplearse a fondo para deshacer aquello y se las vería y se las desearía para aguantar el tipo hasta que los americanos se dignaron a entrar en la guerra. Lo de "sangre, sudor y lágrimas" no era una figura retórica.

El caso es que finalmente Eduardo VIII abdicó y le sucedió su hermano Alberto, Jorge VI desde el momento de la Coronación. Nadie esperaba que el Rey fuera a ser él. Ni él mismo, aquejado desde niño de una angustiosa tartamudez. Lógicamente, le daba pavor hablar en público.

La película describe la entrañable relación de este atormentado soberano con el fonoaudiólogo australiano que le ayudó a preparar y pronunciar un discurso histórico: la declaración de guerra de la Gran Bretaña a la Alemania nazi en 1939, transmitida por radio y seguida con el corazón en vilo por millones de personas. Es una alocución tremenda, en que el incipiente soberano tiene que poner fin a años de ambigüedad y de apaciguamiento de la amenaza nazi, anunciar que ha llegado la hora de la firmeza y de dar la cara, cueste lo que cueste, y por supuesto transmitir confianza y seguridad. No es el momento de atascarse con las palabras. Por su interés, vamos a reproducir aquí íntegramente su contenido:

En esta hora grave, quizá la más fatídica de nuestra historia, envío a todos los hogares de mis pueblos, tanto en mi patria como en el extranjero, este mensaje, expresado con la misma profundidad de sentimiento para cada uno de ustedes, como si yo fuera capaz de cruzar su umbral y hablarles yo mismo.

Por segunda vez en la vida de la mayoría de nosotros estamos en guerra.

Una y otra vez hemos tratado de encontrar una salida pacífica a las diferencias entre nosotros y aquellos que ahora son nuestros enemigos. Pero ha sido en vano. Nos hemos visto obligados a entrar en un conflicto. Porque estamos llamados, junto con nuestros aliados, a enfrentar el desafío de un principio que, si prevaleciera, sería fatal para cualquier orden civilizado en el mundo.

Es el principio que permite a un Estado, en la búsqueda egoísta del poder, hacer caso omiso de sus tratados y sus solemnes promesas; que sanciona el uso de la fuerza, o la amenaza de la fuerza, contra la soberanía e independencia de otros Estados.

Un principio así, despojado de todo disfraz, es sin duda la mera doctrina primitiva de que "la fuerza hace el derecho"; y si este principio se estableciera en todo el mundo, la libertad de nuestro propio país y de toda la Mancomunidad Británica de Naciones estaría en peligro. Pero mucho más que eso: los pueblos del mundo se mantendrían en la esclavitud del miedo, y se acabarían todas las esperanzas de una paz establecida y de la seguridad de la justicia y la libertad entre las naciones.

Esta es la cuestión fundamental a la que nos enfrentamos. Por el bien de todo lo que nosotros mismos consideramos querido, y por el orden y la paz mundiales, es impensable que nos neguemos a afrontar el desafío.

Es a este alto propósito al que ahora llamo a mi pueblo en casa y a mis pueblos de ultramar, que harán suya nuestra causa. Les pido que se mantengan serenos, firmes y unidos en este momento de prueba. La tarea será dura. Puede que haya días oscuros por delante, y la guerra ya no puede limitarse al campo de batalla. Pero sólo podemos hacer lo correcto cuando lo consideremos correcto, y encomendar reverentemente nuestra causa a Dios.

Si todos nos mantenemos resueltamente fieles a ella, dispuestos a cualquier servicio o sacrificio que pueda exigir, entonces, con la ayuda de Dios, triunfaremos.

Que Él nos bendiga y nos guarde a todos.

Es sólo un ejemplo de cómo de un rey imperfecto, salido de una familia real a la que se le podían y todavía se le pueden poner muchas pegas, brotó una llamarada de inspiración que todavía perdura. O a algunos nos gusta considerarlo así, especialmente por estas fechas. Una última cosa: el discurso de Jorge VI fue un éxito en toda la Commonwealth. Se dieron por bien aludidos y motivados hasta los que habían tenido sus dudas sobre si de verdad convenía entrar en guerra. Las diferencias previas que hubiera podido haber, por falta de visión o de coraje, quedaron fulminadas y aparcadas. A partir de aquel momento fueron todos a una y a ganar. Por supuesto a quién el discurso no gustó nada fue a los nazis. Pero ningún Rey lo es para hacer felices a los enemigos de su nación.

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