
La muerte del Papa Francisco abre una etapa incierta para la Iglesia en la que pueden darse las circunstancias menos esperadas. Hasta es posible que tengamos un nuevo papa católico, a pesar de que el presidente de la Conferencia Episcopal española se muestre convencido de que el nuevo ocupante de la cátedra de Pedro continuará la senda iniciada por su antecesor.
La opinión general sobre Francisco es que fue un papa rebelde que se enfrentó a los poderes terrenos y puso a la Iglesia frente a los potentados de este mundo. El engaño es difícilmente superable porque el papa recién fallecido fue justamente lo contrario. Nunca antes había habido un jefe de la Iglesia tan acomodado a los intereses de las clases dirigentes, como lo acreditan sobradamente sus discursos sobre los males del capitalismo, la bondad de la inmigración masiva o la amenaza del cambio climático, ésta última la gran cuestión de nuestro tiempo. Las palabras del papa Francisco sobre estos asuntos pueden intercambiarse con las de cualquier dirigente de una institución internacional o jefe de opinión del principal periódico de cualquier país. Francisco ha sido el tonto útil de las élites progresistas, que ahora lo van a canonizar como el revolucionario que nunca fue, porque jamás ha habido un Papa tan obsesionado con poner a la Iglesia al servicio de la agenda global.
La izquierda zarrapastrosa llora especialmente la muerte de Francisco. Socialistas, comunistas y podemarras muestran sus fotos con el Papa, le dedican epitafios garbanceros en las redes sociales y confían en que el sucesor que surja del Cónclave siga las líneas maestras marcadas por Francisco. ¡Anda, como Argüello! Pero el presidente de la Conferencia Episcopal tiene razones poderosas para pedir que se mantenga el orden actual, porque con un papa católico podría acabar de obispo auxiliar en las montañas de Tayikistán, resignificando aquellos espacios y dando consejo espiritual a las tribus de la zona.
Francisco se hizo querer por los enemigos de la Iglesia porque siempre mantuvo una equidistancia exquisitamente progresista sobre cuestiones doctrinales. En conversación con la prensa durante un viaje apostólico, y preguntado sobre una cuestión profundamente moral, el Papa respondió: "¿Quién soy yo para condenar a nadie?". ¡Coño, pues el papa de Roma! podría haber replicado cualquier periodista católico, si la especie no se hubiera extinguido ya. Porque esa renuncia a ejercer la autoridad de que está investido por mandato divino convertía en estériles sus advertencias posteriores contra el crimen horrendo del aborto o la ideología de género, por poner dos ejemplos en los que Francisco sí trató de actuar como corresponde a un sucesor de San Pedro. Pero si el papa no es quien para condenar a nadie, tampoco lo es para sancionar a los que promueven el aborto o la mutilación de los menores de edad.
El relativismo de Francisco sobre cuestiones de fe, derecho canónico o el Magisterio de la Iglesia contrastaba profundamente con sus admoniciones sobre asuntos terrenales. Cuando el papa hablaba de la inmigración, los males de la economía del mercado o el calentamiento global Francisco sí condenaba, lanzaba anatemas y acusaba a todo el que opinara diferente de no estar en comunión con la Iglesia. Fuerte con la agenda progresista, débil con los intereses de la Iglesia. No es de extrañar que se haya ido con el aplauso de los peores enemigos del cristianismo.
La elección de un nuevo papa es un proceso que los católicos miramos con incertidumbre. Nadie sabe si el sucesor de Francisco seguirá su mismo camino o tendremos un papa católico. En última instancia se trata de creer en Dios o en el cambio climático. Con ver la cara de Argüello tras la fumata bianca sabremos a qué atenernos.