
En un mundo ideal, cuando hay una crisis, financiera, climática, sanitaria o energética, da mucha confianza ponerse en manos de los que saben. De los expertos. Lo malo es si llegas a la conclusión, o a la sospecha, de que los expertos pueden llegar a serlo, básicamente, en ocultarte el alcance de la verdad.
A mí me pilló en Nueva York el estallido de la crisis financiera de 2008. Cubrí como corresponsal del diario ABC desde el petardazo de Lehman Brothers hasta el espectacular rescate con cargo al erario público de los activos tóxicos del sistema financiero americano, posteriormente replicado en España. Recuerdo que de este rescate se empezó a hablar en el atormentado tramo final de la presidencia de George Bush hijo, sólo meses antes de que Barack Obama ganara las elecciones. Asistimos entonces a un fenómeno curiosísimo de ver en política. Resulta que a Bush le estaba costando hacer tragar aquello a su propio partido. Un sector de puristas fiscales del Partido Republicano se opuso frontalmente a lo que consideraban un disparate. Fue Obama, en calidad de indudable futuro presidente, quien más facilitó que el rescate se aprobara. Para descubrir atónito que los bancos, lejos de usar ese rescate para hacer fluir el crédito, como se prometía y esperaba, se limitaron a enjugar su morosidad y a verlas venir. Obama fue en persona a Wall Street a regañarles. Pero el mal ya estaba hecho.
Yo, que era de todo menos una experta en economía -mayormente me he especializado en temas políticos y culturales-, recuerdo haber transmitido a mis superiores en el periódico que toda aquella retahíla de jerga financiera deliberadamente abstrusa me parecía una cortina de humo para distraer de lo esencial. A saber: que el sistema financiero se había "apagado" por una serie de vulnerabilidades perfectamente conocidas de antemano, fruto de una agresiva desregulación seguida de malas praxis alegremente consentidas, gracias en parte a la profunda penetración de la Administración por parte de "expertos" incubados en el mismo sistema financiero que de repente urgía tanto rescatar. Al grito de que, o eso, o el hundimiento de la economía de papel, por llamarla de alguna manera, arrastraría irremisiblemente a la economía real.
Por puro sentido común, esto me parecía a mí sólo parcialmente cierto. Me parecía que estábamos más cerca de un chantaje que de ninguna solución. Luego, expertos independientes corroboraron mi intuición: no se podía obviar la capacidad de desestabilización sistémica de bancos y bolsas, pero tampoco se podía seguir alimentando ciegamente el becerro de oro de la irresponsabilidad financiera. Aquel rescate tenía que haber sido con severas, contundentes contrapartidas. Para evitar las cuales muchos ilustres "expertos" se empleaban a fondo, no en explicar lo inexplicable, sino en hacerlo todavía más incomprensible.
¿Va a pasar otro tanto con el apagón ibérico? De nuevo, mi intuición o, si prefieren llamarlo así, mi olfato periodístico, me anima a desconfiar de según qué pulcras "explicaciones técnicas" que igual, más que explicar, "inexplican". Aumentan la confusión. Tal y como yo lo veo, y no sé si lo entiendo, no se trata de si estamos más a favor o en contra de las renovables o de las nucleares. Se trata de si, elijamos el modelo que elijamos, estamos haciendo las cosas bien. Cuando Beatriz Corredor asegura ahora que un apagón como este ya no puede volver a producirse -y van dos veces que lo oímos…- porque "han aprendido", se le olvida decir el qué. Qué han aprendido exactamente. Y por qué no nos lo cuentan.
Si algo aprendí de mi paso por la política activa es el sorprendente y hasta alarmante cortoplacismo de muchas decisiones importantes que se toman al más alto nivel. ¿Se acuerdan del drama de la sequía? No era tan difícil prever que, si se dejaban pasar lustros sin tomar las cautelas oportunas y sin invertir en las infraestructuras pertinentes, algún día el agua podía dejar de caer del cielo y entonces qué. Ah, pero Administración tras Administración lo iban dejando para luego, confiando en que al final, siempre llovería. Hasta que no llovió.
Es tremenda y desoladora la tendencia a polarizar ideológicamente cuestiones que deberían tratarse con mucha más objetividad. Léase el Plan Hidrológico o la apuesta por las renovables. Ya me perdonarán que sumando dos y dos, y hasta tres y tres, yo esté cada vez más casi segura de que la vulnerabilidad del sistema a una cosa así, como la que ha pasado, se conocía hace tiempo. Otra cosa es que se considerara harto improbable y que, ante eso, imperara la tradición de jugárselo a la ruleta rusa. No invierto en refuerzos ante una posible crisis porque apuesto a que no sucederá. Y si sucede, ya me hago el loco.
Ahora que ya ha sucedido, supongo que se impone volver a jugar al despiste. Desde dejar pasar largos meses para "esclarecer" lo sucedido -es decir, confiando en que a la gente se le olvide que no se ha llegado a esclarecer…- hasta soltar los perros de la guerra: fotovoltaicos frente a nucleares. Progres energéticos frente a fachas. Y hala, con esto y un bizcocho, hasta el próximo blackout.
Las catástrofes ocurren y es verdad que en ocasiones hay una peligrosa tendencia a confundir la asunción de responsabilidades con la de culpas. Como en la pandemia: barbaridades que ahora se denuncian con indignación, como el masivo fallecimiento de ancianos en las residencias, es posible que en la práctica no se pudieran evitar, estando el sistema social y sanitario al límite como estaba. Es decir, no preparado para una amenaza como la de la Covid. A mí me gustaría que nos dedicáramos menos a colgar de una viga a nadie por aquello, y más a sacar la calculadora y a preguntarnos si ahora hay más camas de hospital que antes, o si las residencias están más o menos medicalizadas. Porque para seguir igual, no sirve de nada rasgarse las vestiduras. Lo mismo con el apagón. Lo peor no es haberse quedado tantas horas sin electricidad. Lo peor es si vuelve la luz, pero no la confianza.