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Ahora que viene la dolorosa…

¿Por qué el peso de socorrer a un inquilino vulnerable tendría que caer sobre las espaldas del arrendador?

Leo con alegría aquí mismo, en Libertad Digital, la crónica de Sandra León sobre la sentencia histórica que ha permitido a una pensionista gallega librarse de su inquiokupa después de cinco años de calvario. Cinco años durante los cuales se iba retrasando automáticamente el desahucio de la caradura que vivía en su casa sin pagar y hasta alardeando en los medios de ser tan vulnerable que cómo la iban a echar a la calle, pobrecita. Los detalles más escabrosos están, insisto en la crónica. Y son para mojar pan. Pero lo mejor de todo es que la pobre señora Pilar, que así se llama la pensionista afectada por el estropicio, está contenta de haber acabado triunfando… ¡porque al fin los jueces se han dado cuenta de que la inquiokupa no era vulnerable, sino que se lo hacía! ¡Que hasta rechazaba trabajos y ayudas para poder seguir viviendo del cuento y lo que no podía rechazar, se lo quedaba, sin que un euro llegara jamás a Pilar!

Vamos, una profesional de la "vulnerabilidad", la tía. Hay muchos así, al amparo de las leyes delirantes que no es que les protejan, es que les aúpan. Pero… supongamos que no fuese el caso. Supongamos que nos encontráramos ante una persona vulnerable de verdad, de verdad acorralada por la vida. ¿Y por qué el peso de socorrerla y atenderla tendría que caer sobre las espaldas de la señora Pilar?

Tal y como yo lo veo (alerta ultra: lo que voy a decir no es de fachas sino más bien de izquierdas, si la izquierda no fuese muchas veces un timo en este país), los problemas sociales derivados de la falta de vivienda, empleo y otras calamidades deberían ser asunto de interés de la Administración. De ese mismo Estado que a la vuelta de la esquina nos va a plantar en las narices la "dolorosa", esa declaración de la renta de la que no se escapa ningún trabajador, por cuenta ajena o autónomo. Cuando las cosas se hacen bien, funcionan así: los particulares aportamos una parte de nuestros ingresos (que no suele ser moco de pavo) al sostenimiento de un presunto Estado del Bienestar que está para eso, saben. Para buscar soluciones que no consistan en la expropiación encubierta —y sin indemnización— del piso de la señora Pilar.

En lugar de eso, a veces tienes la sensación de que el Estado se lo lleva muerto, no sabes en qué se gasta el dinero público —no será en prevenir apagones o en garantizar el transporte ferroviario…— y, cuando hay problemas, "privatiza" la solución. Es decir, desviste un santo para vestir a otro. Y al final, donde pongamos que hubiera un vulnerable, tienes dos: el que no paga y el que no cobra.

Es que no son casos aislados. Conocí a un matrimonio en Barcelona que tenía alquilado un piso de su propiedad a una pareja joven con un niño pequeño. Padre y madre perdieron su trabajo en rápida sucesión en una de tantas crisis que nos azotan. No eran inquiokupas ni caraduras. Eran gente en apuros de verdad. El matrimonio propietario aguantó todo lo que humanamente pudo sin cobrarles el alquiler. Cuando vieron que no podían aguantar más, leyeron en algún sitio que el Ayuntamiento de Barcelona (en tiempos de Colau) daba la opción de mediar en casos así. De asumir ellos un alquiler social (por debajo de mercado) si se les cedía el piso con ánimo de mantener a los inquilinos que allí vivían. Sorpresa mayúscula del matrimonio cuando fueron a hablar con el Ayuntamiento: estaban dispuestos a hacerse cargo, sí, pero no a garantizar que la desesperada pareja joven con un hijo pudiera seguir allí. "Ya veremos a quién se lo adjudicamos", amenazaron, correosos. El matrimonio, espantado, huyó de las dependencias municipales. Apretando los dientes, aguantaron un poco más sin cobrar. Los inquilinos firmaron un reconocimiento de deuda. Empezaron a pagar cuando pudieron. Salvados todos por la campana, que no por la autoridad. La pregunta, entonces, es: ¿por qué nos cobran impuestos? ¿Por hacer su trabajo?

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