
No quiero ser pesimista, pero la cuestión que se plantea en el título de hoy me la han reafirmado en múltiples ocasiones colegas y amigos, tampoco pesimistas. Disculpen, eso sí, los queridos lectores que fueron ungidos con un especial e imperdurable optimismo; pido a Dios que se lo conserve o acreciente, por días sin término.
Considero estar legitimado para la tarea, como ciudadano español, y especialmente como contribuyente que, como todos los de esta condición, restringimos nuestro bienestar presente y futuro para contribuir a la financiación pública, llamada a garantizar los objetivos sociales de los españoles.
Daría lo que no tengo para que mi observación sobre el quehacer de gobierno de la Nación, y la conclusión a la que me conduce, fueran erróneos, como fruto de una información insuficiente o deliberadamente falsa que, cuando se produce en asuntos económicos, al contradecirse a sí misma, se descubre con rapidez.
Pero el gobierno de la Nación es algo más que el conjunto de magnitudes resultado del mismo que, en estos momentos, quizá por mala suerte, tampoco los datos que se ofrecen con rigor –cada vez más restringidos porque buena parte de ellos carecen de credibilidad– pueden ser más tranquilizadores.
Y cuando hablamos de gobernar o de Gobierno, necesariamente dirigimos la atención al que es el responsable de ello: el señor Presidente. Hacer o no hacer algo en ejercicio de la función de gobernar es responsabilidad plena del presidente de Gobierno, aunque pueda delegarla, sin disminuir su responsabilidad, en su equipo de Gobierno.
Si la cuestión planteada en el título de estas líneas tuviera que concretarla, como suele decirse, en el román paladino, diría: ¿Le aburre gobernar al presidente Sánchez? Y la cuestión me preocupa, porque, para un presidente de Gobierno, gobernar o no gobernar no pueden concebirse como alternativas entre las que elegir la deseada. El presidente está para gobernar; más aún, es el responsable de toda la acción de gobierno, tanto de las de hacer, como de las de no hacer.
Desde hace tiempo, tengo la impresión –ojalá sea infundada– de que las reuniones del Consejo de Ministros son estériles –algunas aprueban algo que nunca se refrendará–, carecen de sentido y no están exentas de contradicciones entre sus miembros, sin que haya decisiones presidenciales que aclaren la atmósfera y transmitan confianza a los gobernados.
Los malintencionados pensarán, y no digo sin razón, que, por sus apariencias, el tiempo y objetivos del presidente están encaminados al futuro, al postgobierno de España; de aquí su singularidad entre los presidentes de gobierno europeos.
Unas veces sorprende la fraternidad con la República Popular China; otras, como paladín de Palestina en la cumbre de la Liga Árabe, para redoblar nuestra presión sobre Israel; otras, liderando la eliminación de las centrales nucleares en la Unión –con los apagones resultantes–; sin olvidar la vergonzante singularidad de los 27 embargos de las renovables a España, por impago, ni el bloqueo –único país de la UE– a la reforma electoral española para el Parlamento europeo, ni…
¡Gobernar tiene que ser ilusionante; no siendo así, lo mejor: renunciar!