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Amando de Miguel

Defender lo establecido

La España del siglo XXI –como Argentina, Venezuela o Líbano, antes prósperos países– representa un gran fracaso histórico.

A mediados del siglo XIX, fraguó, en España, la dicotomía ideológica entre moderados y liberales. Con el tiempo, los primeros se hicieron conservadores o de derechas y los segundos acabaron en progresistas, de izquierdas. Estos últimos son los que dominan en el actual panorama político español. Cuando el PP –el equivalente del Conservador de antaño– llega al Gobierno, ni siquiera intenta anular las leyes de la memoria histórica, la ideología de género y demás zarandajas progresistas. Los españoles destacados, que apoyan a uno u otro bando, se parecen bastante, porque son serviles al poder, el que tienen o al que aspiran. Los gobernantes actuales se valen de esa despolitización para medrar.

La hegemonía progresista no se determina por los votos, como debería ser. Más bien, la relación de causalidad es la inversa. Lo fundamental es que se ha instalado entre nosotros una mentalidad sedicentemente de izquierdas, aunque poco tiene que ver con el progreso o la revolución. Esa fuerza es la que legitima al Gobierno progresista o socialcomunista, como se dice ahora, aunque la etiqueta no sea muy feliz. La clave es que, en la sociedad, domina un estrato de personas dispuesto a defender el statu quo progresista. Es el equivalente de los conservadores de antaño, solo que en beneficio de un Gobierno de izquierdas. Representa el eco constante que emana de las versiones dadas por los que mandan sobre todo lo relevante. Por ejemplo, darán por buenas las elecciones presidenciales en Venezuela o en los Estados Unidos. Verán con buenos ojos la secesión de Cataluña o Vasconia, por razones de la lógica democrática. Aceptarán, resignados, la anexión de las aguas territoriales españolas en Canarias por parte de Marruecos. Y así sucesivamente; todo muy coherente.

Sean cuales fueren los incidentes políticos que se presenten, esta “masa neutra” –como se llamaba hace un siglo–, ahora de izquierdas, siempre dará la razón al Gobierno. Por ejemplo, se sentirá feliz con las subvenciones a los chiringos feministas. Aplaudirá que los inmigrantes ilegales reciban todo tipo de plácemes; no importa si, entre ellos, se cuelan algunos futuros terroristas. Hará la vista gorda en los casos de corrupción de los que mandan. Creerá a pies juntillas las cifras que da el Gobierno sobre las víctimas de la pandemia. No le importarán mucho los escarceos republicanos o antimonárquicos de algunos gobernantes. Pasará por alto la eventual invasión marroquí de los territorios españoles. Todas estas creencias o suposiciones se aceptarán como dogmas políticos sin asomo de crítica o de duda.

El axioma implícito de las gentes establecidas es que las cosas de la política están bien como están, especialmente, las que responden a los ucases del Gobierno. Se interpretarán como producidas por el Parlamento en aras de la democracia. Los establecidos desprecian las quejas sobre el carácter autoritario o el peso propagandístico del Gobierno. Todo eso lo consideran una forma de resentimiento de los que se creen intelectuales y no pasan de tertulianos.

Más difícil será el reconocimiento de la gravísima crisis económica que nos asola. Resulta peliagudo tragar algunos otros tozudos hechos. Por ejemplo, la población española ha llegado al límite de la tasa de natalidad más baja de toda la historia, y encima tiene que aceptar la eutanasia.

En síntesis, la España del siglo XXI –como Argentina, Venezuela o Líbano, antes prósperos países– representa un gran fracaso histórico. Es una opinión. Los pretenciosos establecidos piensan para su coleto: habría que prohibir a los escribidores su trabajo de zapa pesimista.

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