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Antonio Robles

Barça, 1714 - Millet, 0

Ayer en Barcelona Fèlix Millet nos dejó claro ante el juez del caso Palau que la Cataluña de Pujol es la mafia.

Ayer en Barcelona Fèlix Milletnos dejó claro ante el juez del caso Palau que la Cataluña de Pujol es la mafia. Unas horas después, en el Camp Nou, el Barça remontaba un 4-0 ante el PSG. Dos terremotos emocionales.

Ante el primero, el presidente de la Generalidad huyó como alma que lleva al diablo en la sesión de control parlamentaria; ante el segundo, le faltó tiempo para subirse a la ola del entusiasmo colectivo con el siguiente tuit:

No hay nada imposible. El Barça lo acaba de demostrar jugando al fútbol. Cataluña lo demostrará decidiendo su futuro.

Puede parecer una frivolidad relacionar el triunfo de un encuentro con la consecución de la independencia como atajo para tapar la pestilencia pujolista de 30 años de corrupción generalizada, pero delata un profundo calado en la formación emocional del catalanismo independentista. Lo han demostrado los medios públicos de comunicación esta mañana: el triunfo del Barça tapó por completo la cloaca del 3% de toda una época, suplantando la confesión de Fèlix Millet por un delirio colectivo inducido por la épica del Barça. Jordi Basté, de RAC-1, lo hizo monopolizando los informativos de las 9 de la mañana con narraciones en directo de los últimos 7 minutos del partido con enlaces mil, incluso de una emisora árabe. Después de 45 minutos cambié de emisora sin haber sentido palabra alguna del ladrón del Palau. La presentadora de Els Matins de TV3 se permitió incluso pasar del juicio: "Y lo de Montull, ¡qué más da!".

No es extravagante relacionar los triunfos históricos del mejor Barça de la historia con la autosuficiencia supremacista de una sociedad catalanista sugestionada por la sensación de poder que le daba la superioridad del Barça, la verdadera selección de Cataluña para los nacionalistas.

No todos los forofos del Barça son independentistas, pero todos los independentistas son del Barça. Ayer, una derrota vergonzosa ante el PSG hubiera sido letal para los farsantes del 3%. La frustración se hubiera canalizado contra los políticos corruptos de una época de ladrones. El triunfo, el éxtasis de un triunfo épico, se los han hecho olvidar. Son de los nuestros. Puigdemont conoce esa psicología, forma parte de ella y la explota.

De fondo, dos ancianos, uno en silla de ruedas y el otro arrastrando su senectud apesadumbrado en defensa de sus hijos mientras llega su propia comparecencia ante los tribunales. La tentación del oasis de presentarlos como dos ancianos sin dentadura para conmovernos a la piedad es la última engañifa. El primero, en su casa, a pesar de la confesión en 2009. Aún no ha pisado la cárcel. El segundo, desde la suya, paseándose por Cataluña como un señor. Mostrar piedad por ellos puede ser cristiano, pero también una grave irresponsabilidad democrática. Necesitamos justicia y ejemplaridad. Pujol no es un cualquiera, es el arquitecto de esta cloaca en que se ha convertido la sociedad catalana. Él solito ha logrado infectar las almas y las carteras de millones de catalanes, sobre todo las almas. Heredó una Cataluña ejemplar, harta de dictadura y comprensiva con todo lo mejor de la democracia; los nouvinguts y los residentes se conjuraron para respetar la cultura y la lengua catalanas, lucharon juntos por recuperar la tolerancia y la democracia. No se hablaba de cohesión social, porque la había. Y él solito, en tres décadas, se la ha cargado. Ha excluido, ha robado, ha infectado los corazones y las consciencias, y ha dividido a los ciudadanos entre buenos y malos catalanes. O aún peor, entre catalanes y odiosos colonos españoles. Aunque sólo sea por una cuestión ejemplarizante, debe pasar a la historia como lo que es: un canalla que debe dar asco a cualquier persona de bien. No debe ser referencia de nada, y nunca, nadie, ha de caer en la tentación de convertirlo en el peor de los monumentos, el que anida en el alma de los pueblos como un mal necesario.

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