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Antonio Robles

El masoquismo como entidad nacional

Esta guerra no está ganada, ni la ganará una mayoría electoral el 21 de diciembre.

Cuenta José García Domínguez que "los separatistas ya han perdido". Ahora que el fantasma de Flandes prolonga el ridículo en toda Europa y el resto de farsantes del procés se desdicen, no parece que vaya desencaminado. Pero ¿realmente han perdido?

Para entender la naturaleza del catalanismo y su sueño secesionista hay que doctorarse en masoquismo histórico y teoría de la derrota. Si se siguen tales huellas, el resultado de este último asalto a la soberanía española es una nueva batalla ganada a España. A pesar de perder la apuesta de la independencia. De momento.

Puede resultar extraño, pero han logrado instalar en el inconsciente nacional catalán y en la ciudadanía española que la aspiración a la independencia es legítima y es posible, aunque hoy por hoy no se den las circunstancias para conseguirla. El tabú de la ruptura se ha roto, la aspiración ha pasado de villanía a sueño, y todo depende ya de obtener una mayoría electoral que las generaciones demográficas de la inmersión y TV3 acabarán solucionando.

Me paro un instante en su legitimidad. Digo que han logrado legitimar social, moral y políticamente la independencia porque, a pesar de que ya era legal defenderla, no estaba moralmente aceptada. Ahora lo está, al menos para los que la defienden. Lo que era insolidario, una aspiración basada en el egoísmo y la insolidaridad con el resto de los españoles, han logrado que aparezca ahora como la oportunidad de restaurar un derecho histórico.

Artur Mas dice: "Aún no estábamos preparados para la independencia (...) No existe aún una mayoría para alcanzarla". Joan Tardà, desde ERC, justifica la derrota de idéntica manera, incluso Puigdemont asegura desde Bélgica que "quizás haya otras formas que no pasen por la independencia". Un paso atrás para el próximo envite. Esta secta no cambia de obsesión, sólo de caballo.

Tienen en la derrota la fuente de su energía y en la actitud victimista, la convicción necesaria para mantener al rebaño ciego, sordo y mudo ante los hechos. "Fue un día trágico porque vi directamente la violencia ante mi cara", le acaba de dramatizar Puigdemont a su colega escocés, Alex Salmond. Necesitan tanto sentirse víctimas que convierten el 1 de Octubre en el bombardeo de Guernica sin inmutarse.

Hay una malsana recreación masoquista en la derrota: la diada del 11 de septiembre es la fiesta nacional, el invento de la derrota de una nación que nunca existió. Lo más parecido al Pueblo Elegido. Si reparan, a falta de legitimidad (la habían perdido el 6 y 7 de septiembre con la aprobación de leyes inconstitucionales), buscaron recrear al pueblo oprimido en la orden judicial de desalojo de los colegios electorales.

Jordi Pujol ha sido el máximo exponente de esta patología, prefirió la cárcel en 1960 antes que retractarse ante los tribunales. Con la complicidad de su mujer, Marta Ferrusola. Podría haberse librado, sólo tenía que mostrar arrepentimiento ante el Consejo de Guerra, pero prefirió convertir la cárcel en la oportunidad de su vida: ganar el liderazgo a través del martirio. Una lección que sigue de nuevo el taimado Juntroleras resistiéndose a desdecirse, como ya lo ha hecho Carme Forcadell. Sabe que tal actitud capitalizará su liderazgo político ante la futura república catalana. Como sabe que la cárcel será un paréntesis pasajero en cuanto amaine la tormenta.

José G. Domínguez, uno de los mayores conocedores de esta patología masoquista del catalanismo, relata la derrota de esta última farsa, pero yerra si no tiene en cuenta el nuevo peldaño ganado a la derrota. Viven de ello. Aunque sea enfermiza la apuesta, constituye la energía para alcanzar una mayoría electoral en el futuro.

Esta guerra no está ganada, ni la ganará una mayoría electoral el 21 de diciembre. Esta infección del espíritu solo se curará si se va a la raíz del problema: desmontar la cultura de una falsa nación oprimida, junto a la reivindicación de una España europea de sólidas convicciones democráticas y segura de sí y de su historia, donde nadie se sienta extranjero, y, sobre todo, nadie sea extranjero.

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