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Cristina Losada

Ben Laden, la mafia y la guerra

Sí, no hay más remedio que reconocerlo: el terrorista goza de un status especial. Por más que se insista en lo contrario, la inclinación está ahí, siempre al acecho: la predisposición a ver en el terrorista algo diferente a otro criminal.

El escritor Paul Auster ha puesto el foco en un sitio adecuado cuando ha dicho que la muerte de Ben Laden "fue como un golpe a la mafia, como una acción policial contra un gángster; es todo". El enfoque es justo porque Auster se equivoca. No hay más que echar un vistazo a la prensa. Si unos agentes de las fuerzas especiales de EEUU hubieran entrado una noche en el escondite de un sanguinario Al Capone y, tras un tiroteo con sus pistoleros, los hubieran matado a todos, tenga por seguro Auster que ningún periodista le preguntaría su opinión al respecto. Tampoco vislumbro, ante tal escena, interrogantes del tipo: ¿Estaba desarmado el capo? ¿Le dieron la oportunidad de rendirse? ¿Quién disparó primero? Sólo es una conjetura, pero dudo mucho de que en torno a la muerte de nuestro gángster surgiera un debate sobre la moralidad y la legalidad de la operación, como el que nos atraviesa ahora mismo.

Sí, no hay más remedio que reconocerlo: el terrorista goza de un status especial. Por más que se insista en lo contrario, la inclinación está ahí, siempre al acecho: la predisposición a ver en el terrorista algo diferente a otro criminal. Tal y como él pretende. Ese trato distinto al que se dispensaría al mafioso común significa que se confiere al terrorista una dimensión que no es la de la pinche y vulgar delincuencia. Y ¿qué otra puede ser que una dimensión política? Si no abordamos igual la acción que acaba con Ben Laden que la que acaba con un gángster, le estaremos concediendo al primero una dignidad política. Pero lo curioso de la analogía que trazaba Auster es que, en una operación policial, se aplicaría un código diferente. No preocuparía al mundo bienpensante que el mafioso fuera liquidado a sangre fría, pero sería ilegal.

La alternativa a esa pendiente resbaladiza es la guerra. La operación fue un acto de guerra en respuesta a otro –los ataques del 11-S– y, en la guerra, la eliminación del enemigo es un objetivo legítimo y legal. Quién hubiera protestado si, en 1942, un comando británico asesinara a Hitler. La guerra del terrorismo no es la guerra convencional, desde luego. Pero es tan guerra que tropas de varios países combaten en Afganistán contra los discípulos de Ben Laden y sus aliados. Creo que allí matan a los terroristas a traición y sin darles tiempo ni a desenfundar ni a detonar. Así mataron a uno de los jefes militares de los talibán en 2007. Y así mataron en Irak en 2006 al que llevaba las riendas de Al Qaeda. No se abrieron grandes interrogantes éticos y legales entonces. Ningún Llamazares denunció "asesinatos extrajudiciales" y nos dejó con la incógnita de cuáles pueden ser los "asesinatos judiciales". Pero al "enemigo número uno de Occidente" no se le va a matar como a un enemigo cualquiera.

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