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Cristina Losada

La guerra por la ley Trans

El nuevo dogma se ha impuesto con rapidez, pero es tan inestable que necesita ese constante y brutal castigo a la herejía para no venirse abajo.

El nuevo dogma se ha impuesto con rapidez, pero es tan inestable que necesita ese constante y brutal castigo a la herejía para no venirse abajo.
Irene Montero durante la entrega de premios Arcoíris | Europa Press

De aprobarse la ley Trans tal como está, con su aparato sancionador incluido, quienes digan que no son mujeres aquellas personas que nacieron hombres pero se declaran mujeres, podrán estar cometiendo un delito. Esto lo ha dicho Amelia Valcárcel en una entrevista en El Mundo, y no es cosa de tomarlo a humo a pajas. Valcárcel es una feminista y socialista, que ahora está, mira tú por dónde, en el lado incorrecto de la Historia. Lo está, en todo caso, para el lobby trans, el partido Unidas Podemos y todos los que han abrazado la llamada autodeterminación de género que se quiere consagrar.

Ni siquiera hace falta que se considere delito o falta cuestionar la condición de mujeres de los trans. Hacerlo ya tiene consecuencias. Ahora mismo, alguien con proyección pública que incurra en ese cuestionamiento se arriesga a ser acusado de transfobia y de fomentar el odio y la discriminación. Los precedentes existen y no dejan lugar a dudas. Y afectan especialmente a mujeres. Desde J.K. Rowling, la autora de la saga de Harry Potter, hasta la propia Valcárcel, son muchas las mujeres que han soportado los ataques de las organizaciones trans y sus aliados.

La feminista radical británica Julie Bindel escribió hace años un artículo en The Guardian en el que se desviaba peligrosamente del nuevo dogma diciendo cosas como que "una vagina de creación quirúrgica y unos pechos hormonados" no convierten "a un hombre en mujer" o "no tengo ningún problema con que un hombre se deshaga de sus genitales pero eso no lo convierte en mujer". El periódico recibió una enorme cantidad de cartas de protesta, y la autora fue amenazada y no pudo dar conferencias ni participar en otros actos públicos.

El caso pionero es el de Germaine Greer, una de las feministas más destacadas de finales del siglo pasado. Por haber afirmado en uno de sus libros que las personas nacidas hombres no pueden clasificarse como mujeres, se le hicieron escraches en la Universidad y fue "expulsada" del feminismo por las nuevas sacerdotisas del cotarro, fanáticas de la doctrina queer. El nuevo dogma se ha impuesto con rapidez pasmosa, pero es intrínsecamente tan inestable que necesita ese constante y brutal castigo a la herejía para no venirse abajo como un castillo de naipes, puro artificio de la impostura intelectual.

Lo sensacional de esta guerra identitaria es que las mujeres que digan que no se es mujer por simple declaración —y que la biología cuenta— van a ser atacadas de forma inmisericorde por hombres. Por hombres que dicen ser mujeres, se hayan hormonado y operado o no. También por mujeres, que ahí estarán las de Irene Montero en la primera fila para la lapidación, pero sobre todo por los agresivos lobbies trans. Claro que los grandes perdedores serán los niños y adolescentes que se sometan, sin otro requisito que su voluntad, a tratamientos y operaciones que no tienen vuelta atrás. Un problema de enorme complejidad, del que se carece de conocimientos suficientes, se está presentando como un asunto de fácil solución. Al que cree que ha nacido en el cuerpo equivocado, no se le ayuda a aceptarlo: se le impulsa a que lo cambie. Al cambio de sexo. La biología no cuenta, pero la cirugía, sí. El juego con las identidades ha llegado a una última frontera, que es aquella en la que todo se disuelve.

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