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Cristina Losada

Orgullo y vergüenza de país

De los del corazón en la mano no se espera un análisis de los problemas, sino que dispensen moralina. Cremosa y untuosa.

De los del corazón en la mano no se espera un análisis de los problemas, sino que dispensen moralina. Cremosa y untuosa.
El titiritero Viyuela ha confesado sentirse orgulloso de España sólo a raíz del rescate del 'Aquarius' | Cordon Press

El espectáculo no ha sido la acogida del barco Aquarius, por más que Gobierno y prensa pusieran los focos en el puerto de Valencia. El espectáculo está en la mutación sentimental que ha causado el acontecimiento. En el cambio que ha llevado a muchos de los que suelen referirse con distancia y desprecio a "este país" a decir, con súbito orgullo, "mi país". En la extraordinaria transformación que ha permitido, con una simple bajada y subida de telón en la Moncloa, que pasemos de una época oscura a una era luminosa en la que España –por fin pueden pronunciar el nombre sin sentir arcadas– se muestra urbi et orbi como el bastión del humanitarismo y la solidaridad.

En cuestión de horas, cientos o miles de españoles antes avergonzados de serlo, entre ellos políticos y opinadores populares, han podido sentir el orgullo de país, que ésa ha sido una de las expresiones favoritas de los mutantes para expresar su nueva relación sentimental con el Estado del que son ciudadanos. Y yo les admiro su capacidad para mudar de sentimientos tan rápidamente y sólo en razón de un hecho o, mejor, de un gesto. Aunque también es verdad que tiende a ser la norma de conducta en los que hacen oficio de ir con el corazón en la mano.

Esta montaña rusa sentimental no nos resulta fácil de entender a los que evitamos hacer profesión de orgullo o vergüenza patrios según vayan las cosas del Gobierno. No le damos una importancia tan absoluta a la política. De ahí que no digamos que España es un asco cuando gobierna el partido que más rabia nos da y una maravilla cuando está el que menos nos disgusta. De esos subidones y bajones ha habido también en Estados Unidos, y en grado tan extremo que el escritor Tom Wolfe se ofreció a ir a despedir al aeropuerto a todos los que anunciaron que se marchaban del país cuando Bush hijo ganó sus segundas elecciones. Al final, no hizo falta. Mucho aspaviento, pero después, por arrebatos así, no se va nadie.

De los del corazón en la mano no se espera un análisis de los problemas, sino que dispensen moralina. Cremosa y untuosa. Moralina no es lo mismo que moral, como no son los sentimientos la misma cosa que el sentimentalismo. El chute de orgullo y la sobredosis de adulación a propósito de la acogida del Aquarius se han mezclado, como es característico, con una mirada por encima del hombro a otros países europeos, fuese por haberlo rechazado, fuese porque tienen problemas con la oleada migratoria. Es la segunda parte de la mutación. Si ayer los españoles estábamos por debajo de los europeos en calidad democrática, honradez y muchos etcétera, hoy, por el milagro del Aquarius, estamos por encima y merecemos los elogios de los que llevan el corazón en la mano. En el régimen emocional no somos aproximadamente como los demás. O somos inferiores o superiores. O peores o mejores.

Los de Podemos, especialistas en el corazón, ya advierten contra la marea de racismo y xenofobia que va a llegar. No todos somos tan buenos: lo saben. Por eso están ahí, vigilantes, para detectar a los que ahora están en sus casas reprimiendo sus malos sentimientos contra los seres humanos que huyen de la pobreza en busca de una vida mejor y se topan con las murallas de la gélida Europa de los mercaderes. Han puesto por escrito que es fascista y racista decir que existe el efecto llamada. Preparan manuales para reconocer y responder a los xenófobos, pero ¿cómo van a reconocerlos si no ven tal fobia en ese independentismo catalán con el que se han abrazado?

Lo del Aquarius no inaugura nada en términos políticos. Nada tampoco en política de inmigración. Cuando vaya el Gobierno a dar un puñetazo en la mesa de Europa, se encontrará con todas las aristas del problema, incluida la disputa interna que tiene a Merkel contra las cuerdas, y ninguna perfecta y definitiva solución. La política, decía un filósofo británico, no es más que una elección entre males necesarios. Hay que elegir, y no todas las cosas buenas –acoger a todos los inmigrantes y tener un Estado del Bienestar, por ejemplo– son compatibles. El rescate del Aquarius no inaugura nada, porque el modo en que se ha proyectado políticamente es una continuación. Es la política del espectáculo a la que recurre el común de los gobernantes para ganarse su efímero plus de popularidad.

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