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EL PAÍS DE LAS MARAVILLAS

Cambio de ciclo

En Washington no se gobierna desde la colina del Capitolio. Los republicanos aprendieron esta lección en 1994. Quisieron imponer a Clinton una política de reformas y, aunque lo consiguieron a medias, el presidente acabó llevándose el gato al agua, en parte porque aceptó las reformas que se le propusieron, en parte porque quien tiene el poder, en última instancia, es el inquilino de la Casa Blanca.

En Washington no se gobierna desde la colina del Capitolio. Los republicanos aprendieron esta lección en 1994. Quisieron imponer a Clinton una política de reformas y, aunque lo consiguieron a medias, el presidente acabó llevándose el gato al agua, en parte porque aceptó las reformas que se le propusieron, en parte porque quien tiene el poder, en última instancia, es el inquilino de la Casa Blanca.
Una réplica del escudo que preside el piso del Despacho Oval.
Los dos años de la mayoría presidencial, desde noviembre de 2004 hasta la semana pasada, han sido decepcionantes. Bush abandonó la idea de la "sociedad de propietarios" con la que sacó adelante su mayoría. No consiguió reformar las pensiones de la Seguridad Social. Tampoco impulsó cambios en el sistema fiscal ni convenció a los suyos para adoptar una actitud abierta en cuanto a la inmigración. La Administración cometió errores importantes. La gestión de la catástrofe del Katrina no fue precisamente brillante, y la designación de una amiga personal de Bush para el Tribunal Supremo desató la cólera de la elite de derechas.
 
Ni por una sola vez Bush se impuso a la mayoría del Congreso. Sólo en una ocasión utilizó el veto, para frenar una ley sobre investigación con células madre. Jamás recurrió a esta prerrogativa presidencial para frenar un creciente gasto, destinado únicamente a asegurar la reelección de sus promotores. Por su parte, la mayoría presidencial de 2004-2006, en vez de apoyar las reformas propuestas por el presidente se dedicó a sabotearlas (caso de las pensiones o de la inmigración), o a hacer su propia política, como en la cuestión del gasto presupuestario. Es posible que pase a la historia sobre todo por algunos casos de corrupción, como los de Abramoff.
 
La mayoría republicana quiso representar los ideales de gobierno limitado y austeridad en el gasto, incluso jugaba, desde hace muchos años, el papel de antiestableshment, antiaparato y antielitismo. En los últimos años se convirtió en un grupo autista, encerrado en la defensa de los intereses de sus propios miembros y con una conducta contradictoria con sus propios principios.
 
Es lógico que los electores se hayan apartado de unos representantes que tan mal los representaban. Los republicanos sólo ganan en el Sur, con lo que culmina la antigua estrategia sureña, pero a costa de perder en el resto de la nación, tanto en el Este como en el Medio Oeste y el Oeste. Retrocede en segmentos de la población en los que había avanzado, como en el grupo, esencial desde hace varios años, de las personas de origen hispano o latino. Se ha hecho trizas la coalición que sacó adelante a Bush y a su mayoría republicana en 2004. Los evangélicos no han vuelto a encontrar el denominador común que les unió a los libertarios, y los conservadores fiscales han entrado en contradicción con los conservadores sociales. Grandes segmentos de estos grupos no se sienten representados ahora mismo por el liderazgo del Partido Republicano.
 
Todo esto puede parecer de poca importancia con respecto al gran asunto de estas elecciones: la guerra contra el terrorismo y la situación en Irak. No es así. Si Bush y la mayoría republicana hubieran mantenido una acción consistente en estos dos años habrían tenido argumentos de los que han carecido para defenderse e incluso contraatacar en una política tan local y personal como la norteamericana.
 
En los dos próximos años Bush no va variar su objetivo estratégico, que es la estabilidad de Irak, es decir la victoria. Habrá cambios tácticos (ya los ha habido, con el cese de Rumsfeld), pero aunque sólo sea porque el presidente sabe que ahora todo su legado depende de ese objetivo, no los habrá de fondo. A pesar de la demagogia característica de algunos eminentes demócratas, como Nancy Pelosi y Charles Rangel, que adquieren un peligroso protagonismo en el Congreso, es dudoso que los demócratas quieran cargar con la responsabilidad de una nueva derrota de su país.
 
En los demás asuntos hay espacio para la negociación. Lo hay en la inmigración, aunque sea terreno minado por las posiciones extremas de los xenófobos de derechas y de los sindicatos, que ven con malos ojos la competencia de la mano de obra extranjera. También lo hay en educación, a pesar de la oposición de los sindicatos de maestros, poco amigos de los controles a que les somete la legislación promocionada por Bush. Y lo hay en la subida del salario mínimo, a la que los republicanos no tendrán más remedio que dar el visto bueno. Bush tendrá que dar por acabada –ya lo había hecho– cualquier reforma en las pensiones, y probablemente deberá negociar algún tipo de reforma fiscal.
 
George W. Bush.En cualquier caso, no debe olvidarse que, en contra de la imagen que ha prevalecido en estos años, Bush siempre se ha sentido cómodo con lo que allí llaman una "agenda bipartidista", es decir, con la negociación con el adversario político. Desde sus años de gobernador en Texas hasta la Guerra contra el Terror, Bush, característicamente norteamericano en esto como en tantas otras cosas, siempre ha buscado el acuerdo en vez de la confrontación.
 
De la inteligencia con que maneje esta nueva situación dependerá, en buena parte, la gran cuestión que está en el fondo de estas elecciones. Se trata de saber si se ha acabado el gran ciclo liberal-conservador que despuntó en los años 50 y 60 –con la elaboración de un nuevo ideario y la reconquista del Sur por los republicanos–, se consolidó en 1980 con la victoria de Reagan y ha llevado la iniciativa política e ideológica hasta ahora.
 
Los demócratas y los progresistas celebran estas elecciones como el final de esa era. No está tan claro. Por una parte, se puede aducir que los republicanos han perdido por haber traicionado sus propios principios. Por otra, bastantes demócratas han recibido el respaldo del electorado precisamente por haber moderado su posición y haberse alejado del radicalismo progresista que hasta estas elecciones parecía tener secuestrado a su partido.
 
Nos encontramos, por tanto, ante una fase que exigirá una doble renovación. Por parte del Partido Republicano, para que surjan nuevos nombres y nuevas propuestas que actualicen lo que muchos siguen considerando de permanente actualidad. La nueva minoría republicana deberá dejar atrás el conformismo y la corrupción y recuperar su condición de partido de cambio y reforma. En cuanto al Partido Demócrata, habrá de zafarse de un radicalismo que probablemente querrá atribuirse la victoria electoral. No se gobierna desde el Capitolio, pero ahora los demócratas habrán de responsabilizarse de la gestión diaria de su programa. Dejando de lado la cuestión de la guerra, habrá que ver qué hacen con la energía y la apertura comercial, por ejemplo, donde los demócratas han mantenido posiciones lindantes con la extravagancia zapateril.
 
En cuanto a los líderes ya consolidados, los posibles protagonistas de las próximas elecciones presidenciales –Hillary Clinton, Giuliani, McCain–, les toca una tarea específica. Además de encabezar y dar nombre a la renovación, habrán de construir una de esas grandes coaliciones que, bajo la bandera política partidista, son las que gobiernan de verdad Estados Unidos. Ninguno de ellos tiene ni siquiera asegurada toda la base de su propio partido. En este campo el panorama está muy abierto. Más interesante aún.
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