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PASAJES DE LA HISTORIA DE ESPAÑA

La fugaz vida y reinado de Luis el Breve

El de Luis I de Borbón fue uno de los reinados más breves de nuestra historia. El infortunado príncipe, primogénito de Felipe V, vivió sólo 17 años y reinó siete míseros meses, en los que apenas le dio tiempo de hacer nada relevante. Llamado a protagonizar una larga y fructífera porción del siglo XVIII, el de las Luces, la mala suerte y una inoportuna viruela le condenaron a representar un triste papel secundario en el fastuoso escenario de la corte del primer Borbón.

El de Luis I de Borbón fue uno de los reinados más breves de nuestra historia. El infortunado príncipe, primogénito de Felipe V, vivió sólo 17 años y reinó siete míseros meses, en los que apenas le dio tiempo de hacer nada relevante. Llamado a protagonizar una larga y fructífera porción del siglo XVIII, el de las Luces, la mala suerte y una inoportuna viruela le condenaron a representar un triste papel secundario en el fastuoso escenario de la corte del primer Borbón.
Luis I.
En el probablemente caluroso verano –en Madrid todos lo son– de 1707 España se encontraba en mitad de una guerra, la de sucesión. El conflicto había comenzado como una simple disputa dinástica entre habsburgos austriacos y borbones franceses. Pero se complicó y, al poco, todas las potencias europeas se vieron involucradas en la riña, transformándola en una guerra europea en la que intervinieron británicos y portugueses, italianos y holandeses. Tanto trajín de ejércitos y gloriosos episodios de armas devino en una guerra civil que, como siempre, se alargó más de lo debido y dejó heridas que aún perduran, aunque sólo sea porque a algunos les conviene que así sea.
 
En el lance nos hicieron el siete de Gibraltar y se esfumaron las adoradas posesiones europeas de los Austrias, fuente interminable de fastidios y ruina nacional por excelencia que en mala hora llegaron dos siglos antes, y de rebote, a las manos de los reyes de España.
 
A la reina Maria Luisa Gabriela, que tres nombres gastaba la condenada, todo ese desorden le cogió a punto de dar a luz un niño, que ya es mala pata parir en Madrid en pleno agosto y con el país en pie de guerra. Era el primer príncipe heredero que nacía en España desde que, casi medio siglo antes, llegase al mundo Carlos II, en toda su deformidad y decadencia. El parto salió bien: madre e hijo sobrevivieron, y el pueblo de Madrid, que siempre ha sido muy amigo de inventarse canciones, dedicó una sentida estrofilla al natalicio:
 
Cuarenta y seis años son,
Con éste que va corriendo,
Que España un príncipe pide
Al Señor de la tierra y el cielo.
 
El niño, además de nacer sano y completito, era bien parecido, rubicundo, de cara redonda como un tambor y tan español como los miles de curiosos que se agolparon a la puerta del santuario de la Virgen de Atocha el día de su bautizo. La reina y regente –su marido se encontraba de campaña– salió al encuentro de la entregada plebe y alzó al crío en brazos exclamando, satisfecha: "¡Este es Luisillo, vuestro paisano!".
 
Alegoría del Tratado de Utrecht (detalle).El pueblo prorrumpió en vivas a la reina, al rey Felipe y a Luisillo, porque con Luisillo se quedó. Alguno hasta incluso lloraría, que los madrileños siempre han sido muy sentimentales con estas cosas.
 
Años después la guerra terminó, se firmaron los preceptivos tratados en Utrecht, que todavía traen cola, y el país retornó a la calma. Entonces la reina murió de tuberculosis, dejando tres hijos –uno de ellos, el futuro Fernando VI, con sólo 4 meses– y un esposo sumido en la más absoluta desesperación.
 
Felipe V fue muy dependiente de las dos mujeres con las que se casó. Más que gobernar, le gobernaron. La llave estaba en el desmedido apetito sexual del monarca. Felipe V de Borbón fue tan adicto al sexo como su antecesor Felipe IV de Habsburgo, con la diferencia de que el primero despachaba las urgencias en casa. Eso que se ahorró en disgustos.
 
Con Maria Luisa Gabriela de Saboya se fue una de las mejores consortes que ha tenido la Monarquía. Buena regente y mejor esposa, condujo los destinos del reino a dúo con su camarera mayor, una fascinante mujer que fue la que más mandó en España durante los tres primeros lustros del siglo XVIII: Marie Anne de la Trémoille, princesa de los Ursinos.
 
La de los Ursinos, que de princesa no tenía más que haberse quedado viuda de un anónimo príncipe italiano, era, en cambio, todo un talento de la gobernación y tremendamente hábil para moverse a sus anchas por las intrigas y manejos de un Palacio infestado de espías franceses, ministros incompetentes y embajadores cotillas que lo anotaban todo en la libreta para soplárselo a su soberano en la siguiente valija.
 
Lo que le sobró para regir con acierto la pesada nave del Estado le faltó para recomendar una nueva esposa al abatido monarca. Gracias a sus numerosos contactos en Italia, dio, o creyó dar, con la candidata perfecta para poder seguir mangoneando en los asuntos de gobierno. Fue el cardenal Alberoni quien se la metió doblada. Le dijo que en Parma había "una buena muchacha de veintidós años, feúcha, insignificante, que se atiborrra de mantequilla y de queso parmesano, educada en lo más intrincado de su país, donde jamás ha oído hablar de nada que no sea coser y bordar".
 
Isabel de Farnesio.Se llamaba Isabel de Farnesio, y sí, era feota, picada de viruela y una devoradora impenitente de mantequilla; el resto era pura fabulación del abate, tan enredador como la Ursinos o más. La llegada de la Farnesio a España puso punto y final a los dorados días de la princesa de los Ursinos en la Corte. La reina, aparte de hacer gala de un apetito insaciable –tanto en la mesa como en el lecho–, albergaba la ambición secreta de colocar a sus futuros hijos al frente de la Corona, pero lo tenía muy difícil porque Felipe iba sobrado de herederos: tres hijos y los tres varones.
 
El mayor de ellos, Luisillo, a quien dejamos contemplando desde las alturas a la embriagada muchedumbre en Atocha una fría mañana de otoño, era, además, querido por el pueblo. Había echado con los años una gallarda planta principesca: alto, delgado, de finas facciones y pelo rubio. Sólo la nariz, desmesuradamente borbónica, afeaba el cuadro, pero no mucho. El porte iba parejo con el carácter.
 
A los quince años se había convertido en un cazador de primera, en un galán de segunda y en un juerguista de categoría. Cualidades éstas que, como es bien sabido, siempre han sido muy apreciadas en España. No es extraño que, tanto ayer como hoy, el pueblo valore más en un gobernante la campechanía que la prudencia, o, lo que es lo mismo, prefiera el buen rollito al buen tino. Somos así, qué le vamos a hacer.
 
Le buscaron una esposa en el mercado de princesas europeas. El tráfico de sangre real nunca estuvo tan boyante como en aquellos tiempos que precedieron a la Revolución Francesa, que por algo estalló. La Farnesio arregló un matrimonio a tres bandas con el Duque de Orleans, que por entonces era el regente de Francia. La hija de la reina se casaría con el delfín Luis, el futuro y licencioso Luis XV; su hijo, el infante don Carlos, con Mademoiselle de Beaujolais, y, por último, el Príncipe de Asturias con el descarte, otra mademoiselle, esta vez la de Montpensier, de nombre Luisa Isabel.
 
La niña tenía sólo doce años, pero era, con diferencia, la princesa peor educada de Europa. Sus padres no le habían prestado demasiada atención, dejándola en manos de sus hermanas mayores, que la instruyeron en todo lo que una reina no debía saber. La engolfada Corte parisina era muy distinta a la madrileña, donde al menos se guardaban las formas, los confesores de alcoba eran omnipresentes y la larga mirada del inquisidor general llegaba hasta el último rincón.
 
Casaron a los príncipes precipitadamente en Lerma, pero les prohibieron mantener relaciones, que aún eran muy jóvenes y a Luisa Isabel no le había venido ni la primera regla. Al año siguiente se lo permitieron, y, a decir del espía francés de turno, la cosa funcionó a las mil maravillas: "El Príncipe parecía satisfecho; la Princesa, acalorada; ambos, muy alegres". Cómo no lo iban a estar: él tenía 16 años, ella 14.
 
El palacio de La Granja.Unos meses después del feliz encuentro carnal el rey se recluyó definitivamente en el palacio de La Granja y abdicó. Se encontraba hundido, preso de la tristeza, y llevaba un año sin cambiarse de ropa. Los médicos fueron contundentes: el monarca padecía "frenesí, melancolía, morbo, manía y melancolía hipocondríaca". Es decir, tenía una depresión como un piano. Hoy lo hubiesen arreglado con prozac y autoayuda, pero entonces, en una época en que la palabra "psiquiatría" ni se había inventado, lo solucionaron prescribiendo paseos por los jardines de La Granja e interminables audiciones musicales, en las que los tenores castrados hacían su agosto.
 
De este modo, la Corona de España recayó en un príncipe imberbe de 16 años, completamente inexperto y casado con una niñata en plena edad del pavo. La realidad era que el inconsolable Felipe no reinaba en el momento de su abdicación: lo hacía su mujer, que no estaba deprimida y mantenía intacto su espíritu de mando. Se formaron dos cortes: una en La Granja, a cargo de la Farnesio, y otra en Madrid, a cargo de la camarilla que rodeaba al joven soberano.
 
La sangre, por fortuna, no llegó al río. La muerte del rey impidió que así fuese. Quién sabe si, con el tiempo, hubiese derivado en otra guerra civil, que en eso somos peritos. Durante los siete meses de aquel efímero reinado no pasó nada importante. La descocada Luisa Isabel dio algún disgusto al monarca, y poco más. La reina se dedicaba a tontear con todos en Palacio, a corretear por los pasillos en camisón y a pasarse de tanto en tanto con la bebida. La edad y el no tener que trabajar acarrea estas consecuencias.
 
El rey, por su parte, inauguró dos inmarchitables tradiciones borbónicas: la de echar el día con el mosquetón al hombro despoblando de ciervos el monte del Pardo y la de desfogarse en los prostíbulos de la Villa y Corte. Para ello se vestía como los chuletas madrileños de entonces y, acompañado de algún noble libertino, daba rienda suelta a la llaneza que le había hecho célebre.
 
A mediados de agosto de 1724 el rey cayó enfermo de viruela. El último día de ese mes murió, acompañado sólo por la reina. Acababa de cumplir 17 años. Fue breve en todo. Había reinado 6 meses y 23 días, y la fatal enfermedad se lo llevó a la tumba en menos de dos semanas. Ni su padre ni su madrastra quisieron acercarse a verle, por miedo al contagio. A Luisa Isabel la despacharon de vuelta a Francia y allí murió, olvidada, de hidropesía, quince años más tarde.
 
Felipe V tuvo de volver a ceñirse la corona, y la Farnesio miró el futuro con optimismo renovado. Un obstáculo menos en la carrera de sus hijos al trono. Hasta hubo quien le acusó de haber envenenado al joven y querido rey Luis. El pueblo, afligido por la pérdida, le bautizó como el Bienamado. Quizá porque no tuvieron tiempo de conocerle, o quizá por preludiar aquello del vive rápido y muere joven.
 
Lo que sí dejó Luis I fue, con sus 17 primaveras y su larga melena dorada, un hermoso cadáver.
 
 
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