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MEMORIAS ERRÁTICAS

Una incursión entre las femmes de ménage

A mediados de diciembre entramos en la rue de Sillem, en un piso pequeño, viejo y oscuro, sin calefacción, pero lleno de cómics. El vecindario, a tres familias por piso, era invisible, y cuando no, tan poco dado a la conversación como la portera española. Quién lo iba a decir, una portera discreta o, por lo menos, retraída.

A mediados de diciembre entramos en la rue de Sillem, en un piso pequeño, viejo y oscuro, sin calefacción, pero lleno de cómics. El vecindario, a tres familias por piso, era invisible, y cuando no, tan poco dado a la conversación como la portera española. Quién lo iba a decir, una portera discreta o, por lo menos, retraída.
Pero su caso no revestía excepcionalidad. Nada, ni la vecindad ni la nacionalidad común, servía para fundar vínculos en Ginebra. El forastero siempre se queja de la cerrazón del habitante urbano, pero en la metrópoli del lago yo tenía la impresión de que a la cerradura habitual le habían añadido varios candados.
 
En Sillem sufrí el primer ataque del invierno, personificado en la bise, un viento helado que venía del lago y que, según decían, procedía de la misma Siberia. Para hacerle frente estaba yo, como otras veces, mal provista. Las tiendas del Ejército de Salvación, con su ropa de segunda mano, me surtieron de unas botas y algunas prendas no tan eficaces como hubiera querido. Las botas eran verdes y de suela. Con ellas salía calle abajo resbalando sobre el hielo; hacía equilibrios y rezaba para que, si me caía, no se rompiera el objetivo de la cámara que llevaba al hombro.
 
El hielo formaba estalactitas y lámparas cristalinas en los entresijos de los muelles, las barandillas de los puentes, las farolas. Era todo muy fotogénico. Las botas regresaban de los paseos fotográficos cubiertas de la sal que echaban en las calles para disolver la nieve.
 
Un inquilino del lago de Génova.A veces hacía tanto frío que no conseguía llegar hasta el borde del lago, donde cisnes, patos y gaviotas soportaban estoicamente las inclemencias, ayudadas por los pedazos de pan que les tiraba la gente. Cuando arreciaba la bise había que refugiarse, y yo lo hacía en alguno de los cafés del barrio.
 
Estaba el San Remo, un tugurio que olía a mantequilla rancia, donde se dispensaban croissants por la mañana y menús al mediodía. Los domingos se reunían a la misma hora los desayunos y las comidas. Las montañas de croissants y sus aromas se cruzaban con los plat du jour, bien poulet, bien gigot de agneau, y con sus olores, también penetrantes y un nauseabundos.
 
El San Remo era sólo para un apuro. Había otros cafés más finos, y otros más remilgados, como uno que conservaba incólume un hortera estilo rococó. En alguno de ellos recalaba todos los días. Era el único gasto indispensable, el café; sólo uno, que no daba el bolsillo para más. En el piso reinaba un frío de ultratumba.
 
A finales de aquel diciembre, que no sería menos gélido que enero ni febrero, me dieron la idea de buscar trabajo como femme de ménage. Era lo único que se podía hacer sin papeles de ningún tipo; sólo había que pasar la aspiradora, limpiar y fregar aquí y allá, ¡y pagaban 15 francos la hora! Esto era lo más atractivo de todo, y me decidió a poner unos anuncios en la Migros.
 
Era éste un supermercado de una cadena, que venía a constituir el centro social del barrio. Al menos, era un centro informativo, en lo que hacía a compras y ventas y a ofertas y demandas de trabajo. Sus tablones de anuncios estaban repletos de notas, y la gente las leía. De hecho, leyeron la mía y, al cabo de unos días, con la entrada del año, me llamaron cuatro personas. ¡Cuatro clientes!
 
Pues sí, de entrada era todo un éxito. A 15 francos la hora, y tres horas cada uno a la semana, las cuentas pintaban bien. Lo demás ya tendría peor sesgo. Tres de los clientes eran mujeres, y el cuarto un hombre. La primera, madame Dupart, era una señora francesa, joven, rubia y vistosa, casada y sin hijos, que enseguida me contó su desgracia: su femme de ménage de toda la vida, que era española, acababa de jubilarse y la había dejado en la estacada. El mensaje estaba claro: a ver si yo, que por la pinta no sabía ni lo que era una fregona, lo hacía la mitad de bien que la antigua empleada. Que eso sería imposible también estaba claro.
 
Madame Dupart me daba órdenes y me seguía para comprobar cómo las iba cumpliendo. Entraba en el cuarto de baño ya limpio para observar si los grifos de la bañera brillaban como en los anuncios de la tele, y como no era así estallaba en reprimendas. Yo trataba de que razonara. Qué más daba que brillaran o no, si estaban limpios. Pues no, quería resplandor. Le confesaba que no tenía ni idea de cómo se conseguía tal efecto. Ah, ella tampoco, eso era cosa mía. Su vieja femme de ménage española se los dejaba relucientes. Al final me terminaba explicando el secretillo.
 
Me daba a limpiar los zapatos de ella y de su marido, otra tarea para la que no tengo maña, como remate de las tres horas que pasaba en su casa. Pero los momentos más tensos eran los de la plancha. La primera vez se me instaló al lado, como una inspectora, a ver cómo planchaba unas camisas del señor de la casa. Yo, que de planchar sabía sólo un poco más que de pescar con caña, me aturullé de tal manera que estuve a punto de quemarle la prenda.
 
El peligro de que su presencia provocara indirectamente alguna desgracia la iría conteniendo en días sucesivos. Me vigilaría más de lejos. Pero sufría sabiendo que yo lo hacía todo sin la profesionalidad, la dedicación y el sacrificio de aquella gran asistenta que había perdido. Hay personas irremplazables.
 
Las otras dos señoras, que llamaré madame Farel y madame Jacobi, tenían algunas peculiaridades. Una, que eran cuñadas, y la otra, que eran judías muy ortodoxas. Y esto último tenía sus repercusiones sobre el modo de hacer limpieza. Ya no recuerdo bien las reglas que me comunicaron, pero eran más o menos de este tipo: no se podía utilizar el mismo paño para la mesa del comedor que para la estantería; no se debía tampoco tocar la mesa de la cocina con el paño que se usara en la cocina misma. En fin, que era un lío de paños que no debían intercambiarse, a cuenta de una división entre carne y leche que regía, al menos, en ciertas partes de la vivienda. Nunca me explicaron bien el sistema, de modo que alguna vez se me iba el santo al cielo, me equivocaba de trapo y…había que volver a empezar.
 
Pero la labor más ardua era, en casa de madame Jacobi, despegar los chicles y otras materias comestibles que sus hijos habían ido esparciendo por la casa. Para hacerlo ya me proveía la mujer de un destornillador, pues los restos aquellos, pisoteados luego por el resto de la familia, se unían apasionadamente al suelo y no había quien los separara. Desmoralizaba un poco encontrar un muslo de pollo debajo de un sofá. ¿Cuánto tiempo llevaría ahí? ¿Cómo lo habían dejado estar? Pero así era, no movían un músculo para limpiar nada durante la semana. Así que cuando yo llegaba, los viernes por la mañana, tenía que trabajar intensamente para dejarles un panorama más o menos decente. Esa noche celebraban el sabbath y todo debía estar impecable.
 
Las dos señoras judías me tenían da acá para allá sin parar, pero no andaban vigilando mis pasos ni se quejaban del resultado. Aunque en esto quien se llevaba la palma era monsieur Bloch.
 
 
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