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MEMORIAS ERRÁTICAS

Terapias de ciencia ficción y masajes con afecto

Qué hermosa es la campiña, pero… Stadluft macht frei, el aire de la ciudad libera, como decían los alemanes que en la Edad Media huían de la servidumbre feudal. No tenía yo la fobia al aire campestre que padecía el personaje de Wenceslao Fernández Flórez, el que para no ahogarse con tanto oxígeno necesitó que los amigos le crearan una cápsula de emergencia con el humo de los cigarrillos. Pero la belleza del rural neozelandés no me retuvo por mucho tiempo en la granja donde Jim decidió instalarse.

Qué hermosa es la campiña, pero… Stadluft macht frei, el aire de la ciudad libera, como decían los alemanes que en la Edad Media huían de la servidumbre feudal. No tenía yo la fobia al aire campestre que padecía el personaje de Wenceslao Fernández Flórez, el que para no ahogarse con tanto oxígeno necesitó que los amigos le crearan una cápsula de emergencia con el humo de los cigarrillos. Pero la belleza del rural neozelandés no me retuvo por mucho tiempo en la granja donde Jim decidió instalarse.
Imagen tomada de www.portal-cosmico.com.
El animal urbano tira al asfalto, y el más cercano era el de Christchurch, adonde regresé con la cabeza llena de pájaros en forma de proyectos.
 
El viajero fugitivo, ése que, como yo entonces, va huyendo no sabe bien por qué y en busca de no sabe bien qué, piensa, y ahí coincide con el emigrante de siempre, que cambiando de lugar podrá cambiar de suerte. Cada nuevo escenario le brinda ocasión para empezar desde cero y construirse una vida y hasta un "yo" diferentes, pues con ambos fantasmas suele andar a la greña. El permanente descontento que impulsa al errante se vuelve entusiasmo cuando ve que puede hacer otra apuesta. Es un ludópata encubierto. Y aunque Christchurch no era un casino, no me pareció mal terreno de juego.
 
Mi primera apuesta, el primer árbol para los pájaros, fue Theo H., naturópata, osteópata y cromoterapeuta, una especialidad, esta última, dedicaba a la curación mediante el color. Le había conocido en el Bluehouse de Nelson, adonde había ido a cenar con su amiga Helen, y una botellita de Mateus Rosé como talismán romántico. Ella, que se dedicaba a las exploraciones espirituales, me había informado de que en otra vida yo había sido pianista, y él me invitó a pasar por su clínica si alguna vez iba a Christchurch. Más acuciada por mi vida presente que por cualquier otra, allí me planté con un proyecto que podía, pensaba yo, interesarle.
 
La clínica estaba en un piso del centro, y en sus habitaciones los pacientes, o por mejor decir, las pacientes, pues eran todas mujeres, se hallaban sentadas y conectadas con diversos brazaletes y cables a unos maletines que emitían, según me dijeron, vibraciones. Cada cable estaba marcado con lanas de diferentes colores, cada color se asociaba a un estado anímico, y de esa forma se iban tratando las dolencias de aquellas damas. No puedo afirmar si daba o no resultado. Las señoras, mientras se curaban, leían revistas tranquilamente, como si estuvieran en la peluquería. Era un escenario de ciencia ficción doméstica.
 
Theodore, un hombre jovial y dicharachero, más que cincuentón, escuchó con semblante amable las ideas que yo había ido pergeñando. Me había propuesto resucitar mis conocimientos de ballet y ofrecer la danza como terapia, y había escrito unas cuantas páginas con el fin de demostrar las virtudes curativas de los movimientos rítmicos. A Theo no le pareció descabellado lo que le conté, pues en el terreno de las nuevas terapias las había más inverosímiles, pero de ahí a incluir en su clínica un curso de aquella "dance therapy" de mi invención había un trecho.
 
Basia Kuperman: AMANTES (detalle).Sin esperar su respuesta, que imaginaba negativa, recorrí los anuncios de ofertas de trabajo en los periódicos de la ciudad. Me interesó una para masajistas. Una amiga berlinesa había hecho un curso de masaje y me había traspasado algunos de sus conocimientos y una copia de sus apuntes. Con esa copia viajaba yo, y cuando alguien se quejaba de la espalda o de alguna molestia muscular hacía prácticas. Mis "conejillos de Indias" decían que tenía buena mano, de modo que decidí presentarme al anuncio.
 
Cuando vi el letrero del local sospeché algo, y cuando me recibió el dueño del negocio, algo más. La cara de aquel hombre parecía artificial, amasada por miles de masajes o moldeada por la cirugía, y todo él, su cara y su cuerpo, hablaban de un playboy en combate desigual contra el envejecimiento. El despacho estaba decorado con fotos suyas en poses deportivas y presidido por la cabeza de un animal disecado.
 
Mantuvimos la conversación normal entre uno que oferta y otro que demanda trabajo. Experiencia, horarios, salario… de todo ello hablamos, y yo con la mosca detrás de la oreja y sin saber cómo hacer la pregunta clave. Me paseó por las instalaciones, que incluían baño turco y piscina, y entonces me dijo que sus clientes eran hombres estresados por el trabajo, que necesitaban un poco de relax y una pizca de afecto. Cogí ese cabo para intentar llegar al meollo. ¿Qué se entendía allí por masaje?
 
El hombre se blindó en lo del masaje afectuoso. Ahora bien, me dijo, si la masajista y el cliente quedan después para otras "actividades", eso es cosa suya, yo no me entrometo. Más claro aún: a la vista de que yo era, según sus palabras, atractiva, resultaba probable que me surgieran trabajillos "extras". Dicho esto, no hubo más que hablar. Me despedí con la mayor serenidad que pude y me largué con viento fresco.
 
Mis intentos no terminaron ahí. La antigua sede de la Universidad de Christchurch se había convertido en un centro de arte, y en el viejo edificio restaurado convivían talleres de fotografía y de otros oficios artísticos. Aquel centro se convertiría en mi lugar refugio, sobre todo el café y el jardín, que presidía un gigantesco gingko. Empecé a conocer a algunos habitantes de la zona, entre ellos un fotógrafo de renombre en la ciudad, pero no se cumpliría mi esperanza de que me contratara como "pinche" de laboratorio o algo parecido. Tampoco mis proyectos cinematográficos hallaban cauce. Cuando inquiría sobre la cuestión, la gente me decía que para eso del cine había que irse a Australia.
 
Por suerte, el alojamiento me salía gratis. Estaba de squat en una casa que compartían Annabelle y otros estudiantes. Por la semana, las habitaciones estaban ocupadas y yo dormía en la sala de estar, en un pequeño espacio que quedaba en el suelo, junto a la chimenea. El fin de semana podía aprovechar la cama que Annabelle dejaba libre. No era un hogar muy acogedor. La nevera solía estar vacía, a excepción de algún bote de "marmite", que –a la fuerza ahorcan– me acostumbré a desayunar untándola en pan tostado.
 
Y a la fuerza también tuve que dejar aparcados mis planes fantasiosos y regresar al terrenal mundo en el que ya había cogido experiencia en Nueva Zelanda; al trasiego entre cocina y comedor, a las bandejas cargadas y las mesas por limpiar, a las botellas que se resisten al descorche y a los clientes que piden jarras de agua en el momento más inoportuno. La hostelería de Christchurch me esperaba con los brazos abiertos.
 
 
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