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ENTRE LA DEUDA EXTERNA Y LA MALVERSACIÓN

El avión de Kaguta

Gracias a una inversión de sólo 47 millones de dólares, una de las carencias más sentidas por el Gobierno de Uganda acaba de ser subsanada recientemente. Esa modesta cifra es la que ha sacado de los bolsillos de sus súbditos el presidente del país, Yoweri Kaguta, para costear su nuevo avión presidencial.

El feliz acontecimiento de incorporar el imprescindible medio de transporte al patrimonio estatal ha sido posible, sobre todo, merced a la sensibilidad mostrada por el Banco Mundial frente la agobiante deuda externa del país. Porque si esa institución –con el apoyo del G7– no hubiera tomado la decisión de condonarla, hubiese sido imposible que Kaguta pudiera haber materializado su sueño aeronáutico. Pero no ha sido el único agraciado. Al Gobierno de Tanzania también le han perdonado la deuda. Y lo ha celebrado a lo grande: el ejército, tras superar la incredulidad inicial ante la buena noticia, ya ha empleado más de 40 millones de dólares en importar un modernísimo sistema electrónico de control de tráfico para vehículos militares.

Estos avances han sido posibles gracias a algo llamado Iniciativa PPME, que puso en marcha el Banco Mundial en 1996. El asunto consiste en posibilitar que ciertos países del Tercer Mundo se vean liberados de tener que estar renegociando permanentemente su deuda, por la vía de perdonársela a cambio de que se comprometan a poner en marcha políticas para reducir sus niveles de pobreza absoluta. Mozambique, Uganda, Mauritania, Bolivia, Burkina Faso y Tanzania fueron los primeros beneficiados. Y está teniendo una enorme aceptación, lo que se traduce en que no dejen de sumarse nuevos estados candidatos a participar en el proyecto. Por ejemplo, en la lista de espera ya se ha inscrito el régimen islamista de Pakistán. Los altísimos costes de su programa de armamento nuclear hacen que la dictadura integrista se vea incapacitada para disponer de divisas con las que financiar la importación de medicamentos y productos de primera necesidad para su población. Seguramente ése sea el argumento que arguye en su informe de adhesión. No se sabe qué razona en el suyo el Gobierno de Nigeria (no hay que descartar que apele a sus esfuerzos para implantar la sharia, con lapidación de mujeres incluida, en la zona musulmana del país), pero sí es público que también se ha incorporado a la lista de espera, igual que Indonesia.

Con ser mucho, eso no es todo. Además, como expone lúcidamente Guillermo de la Dehesa en su último libro, la tal iniciativa ha introducido un nuevo y surrealista incentivo para que los países que estaban muy endeudados se decidan a endeudarse mucho más, desmesuradamente más, para conseguir que sus deudas sean tan descomunalmente grandes como sea posible. Ésa es la única vía segura –que su deuda sea materialmente impagable– para que el Banco Mundial los seleccione como aspirantes preferenciales a formar parte del codiciado programa PPME, en la dura competencia que se ha desatado por acceder a sus dádivas.

Satisfechos con su capacidad imaginativa, los responsables de esa idea acaban de tener otra: publicar un informe que lleva por título Hacer que los servicios funcionen para los pobres, tal vez una velada alusión a Kaguta y a su avión. Se trata de un documento que, a pesar de su encabezamiento, no se entretiene en recordar que, por ejemplo, Venezuela ha recibido 132 millones de dólares de la entidad para mejorar el nivel educativo de su población y que, pese a ello, la productividad de sus trabajadores sigue siendo la misma que hace veinte años (hay que leer el magnífico trabajo de Guillermo de la Dehesa para descubrirlo); ni que los cien millones de dólares que se han destinado a Nigeria no han impedido que el país sea más pobre ahora que a principios de los setenta; ni que la renta por habitante de Zambia no se haya movido un ápice tras haber entregado la institución a su gobierno más de dos mil millones de dólares. El escrito, eso sí, insinúa que el objetivo de reducir a la mitad la incidencia de la pobreza en todo el mundo antes del 2015, meta explícita que se ha fijado el Banco Mundial, no se podrá alcanzar jamás si se sigue regando de millones a los gobiernos de los países subdesarrollados para que sean ellos quienes los administren. Shanta Devarajan, el directivo del banco que presentó el documento en Madrid la semana pasada, ilustró ese escepticismo con el ejemplo de su última visita a un hospital de Bangladesh que se financia íntegramente con la ayuda internacional: “Cuando llegamos a las instalaciones, de sus 28 médicos, 24 no estaban”.

Por lo visto, unas cuantas observaciones sobre el terreno parecidas a ésa de los ñoquis sin fronteras han llevado a los estudiosos del Banco Mundial al descubrimiento de la existencia de un fenómeno que tal vez haga que sus nombres no pasen inadvertidos en la Academia Sueca. Y es que han llegado a la conclusión de que “muchos gobiernos se mueven por el clientelismo político a la hora de distribuir los fondos”. Hasta lo han puesto en ese papel bajo el sello oficial del banco. De todos modos, lo han hecho procurando no herir la sensibilidad de Kaguta, para que pueda volar tranquilo. Proceden así ya que, como es sabido, el derecho a la incompetencia en la gestión de la ayuda internacional es tan sagrado como la prerrogativa del hurto gubernamental de ese dinero que entregan los contribuyentes de los países desarrollados. Porque hasta los más ingenuos funcionarios del Banco Mundial han entendido el mensaje de que el tercermundismo militante no es una estrategia para el desarrollo, sino una fórmula para garantizar que se eternicen las subvenciones que sólo se pueden conseguir gracias al subdesarrollo. Consecuente con ese doctrina tácita, el alto funcionario internacional concluyó su visita a España aclarando que los promotores del informe, después de pensar todo lo pensable sobre su misión, han llegado a la certeza intelectual de que “sería un error traspasar la gestión de los recursos a manos del sector privado”. Y, dicho eso, se marchó volando.
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