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ECONOMÍA

El conejo y las propinas

Uno no sabe ya dónde meterse cuando los responsables de gestionar prácticamente el 40% de los recursos nacionales se suben al escenario para reflexionar, a modo de monólogo humorístico, sobre por qué suben los precios. La culpa, como antaño, vuelve a recaer sobre el pobre pollo y la hostelería; ya se sabe: si a los españoles nos gustaran más los conejos y no fuéramos tan manirrotos, el petróleo y las materias primas dejarían de subir ipso facto.

Uno no sabe ya dónde meterse cuando los responsables de gestionar prácticamente el 40% de los recursos nacionales se suben al escenario para reflexionar, a modo de monólogo humorístico, sobre por qué suben los precios. La culpa, como antaño, vuelve a recaer sobre el pobre pollo y la hostelería; ya se sabe: si a los españoles nos gustaran más los conejos y no fuéramos tan manirrotos, el petróleo y las materias primas dejarían de subir ipso facto.
Ahora bien, por muy esperpéntico que sea el argumento de Solbes, conviene no olvidar que en última instancia se basa en teorías económicas que hasta hace muy poco predominaban en la academia y que aún hoy siguen gozando de cierto predicamento. Así, en determinados ambientes keynesianos se achaca la inflación a un incremento de la demanda agregada, esto es, a que todo el mundo gasta, de repente, más. Para Solbes, comemos demasiado poco conejo y somos demasiado pródigos a la hora de dejar propinas porque aún no sabemos cuánto vale un euro.
 
Se trata de una explicación que no resiste el menor análisis riguroso. El euro que supuestamente doy al camarero como propina es un euro que no puedo gastar en otras cosas. Por consiguiente, si el precio del café o del pollo sube porque pagamos demasiado por ellos, el precio de aquellos bienes que ya no podremos adquirir debería bajar. Y ello aun en el caso de que gastásemos euros que pretendíamos ahorrar, ya que un menor ahorro supone una menor inversión y, por consiguiente, una menor demanda de ciertos bienes (por ejemplo, vivienda).
 
Estamos ante un claro ejemplo de lo que se denomina falacia de la composición: creer que lo que es cierto para elementos individuales es cierto para el conjunto de elementos. Es cierto que si la demanda de un bien aumenta, el precio del mismo tenderá a aumentar; el problema es que, a menos que seamos más ricos, no puede aumentar la demanda de todos los bienes. Pero ser más ricos implica haber producido previamente más bienes, con lo que los aumentos globales de demanda no son más que incrementos globales de oferta. No puede haber inflación por el mero hecho de que se gaste más en pollos o en propinas.
 
Por cierto, detengámonos un momento en la definición que se ha impuesto del término inflación: aumento generalizado de los precios, porque nos permitirá comprender mejor de qué estamos hablando. Esta definición pretende confundir las consecuencias con las causas de la inflación. La inflación es, en realidad, una pérdida de calidad de la moneda: antiguamente, los monarcas rascaban el oro de las monedas para arrebatar parte de su valor a los ciudadanos; hoy en día, los Bancos Centrales incrementan la oferta crediticia (pasivos) aun cuando los activos no han aumentado correspondientemente.
 
La consecuencia de que el dinero valga menos es que los bienes que pretendemos adquirir con él cuestan más. Pero la inflación no se produce cuando los precios se disparan, sino cuando se envilece el dinero.
 
Visto así, la responsabilidad del proceso inflacionista se traslada desde quienes suben los precios a quienes envilecen el dinero. Pero alto aquí, que estas conclusiones ya no interesan a los poderes públicos: quienes suben los precios suelen ser malvados empresarios u oscuros conspiradores especulativos; quienes gestionan el dinero y destruyen su calidad suelen ser otros burócratas.
 
Si los culpables son los empresarios, el político de turno tendrá una excusa adicional para intervenir en el mercado e incrementar su poder. Será menester perseguir a los avariciosos comeniños que tratan de lucrarse a costa de las masas desfavorecidas. El Estado abogará por establecer controles de precios, por sancionar lo que él entiende por acuerdos colusorios o por subvencionar líneas productivas. No en vano, durante las últimas semanas hemos sabido de peticiones para que se fijen precios máximos sobre los productos básicos, se investigue a los ruines distribuidores o se invierta en energías renovables para que no dependamos tanto del petróleo.
 
Pedro Solbes.En cambio, si los culpables de la inflación son los burócratas estatales que gestionan con carácter monopolístico la moneda de curso forzoso, lo lógico sería pedirles que se retirasen de sus funciones y dejasen que las entidades privadas emitieran su propio dinero.
 
Las motivaciones e intereses que subyacen a una y otra explicación son obvias. Digamos que Solbes, cuando echa balones fuera, está protegiendo a sus colegas, aun a riesgo de caer en un espantoso ridículo.
 
Pero lo dicho también debe servir como un caveat ante ciertos argumentos liberales que, aun siendo inteligentes desde un punto de vista táctico, no son rigurosos. La inflación no se soluciona ni con reformas estructurales, ni con la libertad de horarios comerciales ni favoreciendo una mayor competencia. Todas estas medidas son convenientes, positivas e imprescindibles porque permiten crear más riqueza, pero no tienen nada que ver con que la moneda gane o pierda calidad, o tienen una influencia muy indirecta. La única manera de combatir la inflación es cambiar de sistema monetario y regresar al patrón oro.
 
La mayor o menor competencia, en realidad, sólo cambia la identidad de las víctimas, pero no acaba con el crimen. Quienes estén en posición de repercutir en sus productos la pérdida de valor del dinero trasladarán la merma a quienes no pueden hacerlo; en ausencia de competencia, los consumidores suelen sufrir buena parte de estas pérdidas.
 
Ahora bien, que Trichet y sus secuaces del Banco Central Europeo sean los culpables de la inflación actual no significa que el Gobierno no pueda hacer nada mejor que proponer el consumo de conejo para compensar la inflación. Dejando de lado la posibilidad de una reforma monetaria seria, que este Gobierno no tiene voluntad de plantear (tampoco tiene entidad para ello), hay que recordar que la inflación equivale a un impuesto sobre la riqueza de los individuos del que se apropian el Estado y sus grupos afines.
 
Se trata de una tributación adicional y confiscatoria cuya incidencia el Ejecutivo sí puede aliviar. ¿Cómo? Rebajando los impuestos. El de la renta, el de sociedades, el de hidrocarburos: no será por falta de opciones... Aunque mucho me temo que nada de esto quepa esperar de una panda de politicastros que creen que hay inflación porque los ciudadanos comen demasiado pollo y demasiado poco conejo. Si es que no se nos puede dejar solos.
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