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INMIGRACIÓN SIN DISCRIMINACIÓN

El mal no está en los papeles, sino en que sean para todos

Es indudable que la inmigración levanta más pasiones que razones y prueba de ello son las cosas que se oyen, y que se escriben, a propósito de la regulación de los inmigrantes que prepara el Gobierno de Rodríguez Zapatero. A pocos les puede extrañar que la política que en este campo realicen los socialistas esté cargada de demagogia y de resentimiento, pero sorprende que también entre los que se dicen partidarios de la libertad se esté produciendo una creciente incomprensión de un fenómeno que, aunque tremendamente complejo y con indudables riesgos, debería aportar muchos más beneficios que contrariedades.

La clave está precisamente en diferenciar y aislar dentro de la sociedad receptora las parcelas de la realidad que generan efectos virtuosos y las que originan los perniciosos, sin dejar de reconocer, por otro lado, que la inmigración plantea un grave problema de seguridad en los países occidentales porque los desplazamientos son aprovechados por el bando no civilizado de la mal llamada guerra de civilizaciones.
 
Para acercarse al problema de la inmigración no es suficiente pero si es necesario reconocer como principio que la libertad de movimiento y de residencia de los seres humanos es un derecho natural y que en una sociedad libre y abierta, en ese modelo ideal que Adam Smith llamó "sistema de la libertad natural", los flujos migratorios, igual que los financieros y comerciales, solamente pueden estar limitados por la libre voluntad de los agentes que en ellos intervienen a través de contratos de propiedad sobre bienes y servicios de titularidad privada. En este patrón puro los inmigrantes y nativos intercambian trabajos, salarios, viviendas, rentas y todo aquello que libremente decidan, y esta red contractual tendrá sólo efectos benefactores para ambas partes porque, en última instancia, ayuda a asignar más eficientemente los recursos y aumenta la población, el empleo, la división del trabajo y, en suma, la civilización.
 
Nótese que en este modelo, ideal pero válido para comprender el fenómeno, existiría libertad de residencia, pero el sujeto de este derecho son tanto los inmigrantes como los nativos dado que ya no es posible la colonización de tierras vírgenes. Los primeros ejercerían este derecho trabajando, invirtiendo, alquilando o comprando inmuebles, y adquiriendo los bienes y servicios necesarios; y los segundos empleando, transfiriendo viviendas o comerciando con los recién llegados. Es decir, los primeros tienen derecho a "entrar" si los segundos "invitan". Es como en la libertad de comercio, que solamente se podrá ejercer en la práctica si dos agentes realizan el acto de compraventa.
 
Nótese otra cosa. Los acuerdos libres son casi siempre, y aquí más que nunca, discriminatorios porque constantemente distinguimos, seleccionamos, rechazamos y elegimos, en lo privado y en lo social. A la hora de contratar a un extranjero, el empleador busca como siempre particulares habilidades y condiciones, discriminando por tanto ciertas demandas de trabajo, y, por la otra parte, el inmigrante adquiere lo que más se adapta a sus gustos y necesidades. Esto último resulta más evidente con relación a determinados bienes culturales, como la educación, en caso de que fuera el mercado quien regulara la oferta de este servicio. Y aunque la educación esté monopolizada y socializada por el Estado, los sectores de inmigrantes que por su capacidad de ahorro pueden escapar de una oferta igual para todos, acuden a colegios para extranjeros, es decir "discriminatorios", como hacen los trabajadores europeos.
 
Y una última consideración sobre este modelo de "libertad natural". Que en la inmigración dominen los acuerdos libres entre individuos, los discriminatorios, limitándose el Estado a convalidar legalmente los contratos, sería la mejor forma para que el recién llegado desarrolle una positiva actitud de trabajo, de ahorro y de iniciativa empresarial, consiguiendo así una movilidad social superior a la de los nativos. Gracias a la rápida mejora económica, social y cultural, la integración de nuevos ciudadanos cohesiona la sociedad civil y consolida el Estado de derecho del país receptor, lo que reduce, aunque no anula, el riesgo que para la seguridad tiene la entrada masiva de personas procedentes de otras "civilizaciones".
 
Casi todos los estudios revelan que la delincuencia es alta entre los llamados ilegales, pero más baja que la de los nativos cuando los extranjeros trabajan legalmente y se integran socialmente, y que vuelve a ser alta cuando terminan siendo meros receptores de prestaciones sociales, como ha sucedido en Francia con las segundas generaciones. También es significativo que los inmigrantes integrados superen a los nativos en tasas de ahorro, cumplimiento de sus compromisos crediticios y en iniciativas empresariales. No descubro nada diciendo que casi todo el prototipo ideal, pero parcialmente real, hasta aquí descrito se ha visto más reflejado en la experiencia integradora norteamericana que en cualquier otra parte, por lo menos hasta la aparición del multiculturalismo progresista.
 
Sin embargo, este modelo está contaminado porque los flujos migratorios no son en la mayoría de los casos resultado exclusivo de acuerdos libres y voluntarios. Además de que los movimientos migratorios se originan en regiones del mundo con sociedades cerradas y que sufren fuertes desequilibrios, también las sociedades receptoras padecen intervenciones coercitivas del Estado y fuertes presiones de poderosos grupos de interés, los principales en este caso son los sindicatos y las ONG que pueden considerarse "sucursales" del poder estatal ya que son por él subvencionados.
 
Los efectos que sobre la inmigración ejerce el vasto entramado de bienes de titularidad pública, intereses y presiones políticas, prestaciones, ayudas y subsidios, y mercados fuertemente intervenidos -laboral y vivienda principalmente- no pueden ser más nefastos. Reduce los incentivos de promoción económica y social de los trabajadores extranjeros; distorsiona el equilibrio entre crecimientos de la productividad y de los salarios; origina peligrosísimas transferencias de rentas entre inmigrantes y nativos; genera bolsas de ilegales y, consecuentemente, comportamientos delictivos, y atrasa el proceso interculturalista, que no multiculturalista, de integración y convivencia. Se forma, en suma, el caldo de cultivo de la xenofobia.
 
Entre todos los males que origina el poder coercitivo del Estado, el peor procede sin duda del bienestar que dice ofrecer a los recién llegados. Pero no, como algunos piensan, porque las prestaciones desequilibren las finanzas públicas -los estudios indican que sucede lo contrario, es decir, que las contribuciones son mayores que las prestaciones-, sino porque produce un perverso efecto llamada al que responden los sectores menos interesados en el trabajo y en la promoción basada en el esfuerzo personal. Es creciente, por ejemplo, el número de marroquíes que obtienen una falsa residencia en algún pueblo o ciudad de Andalucía y que solamente vienen a recibir asistencia sanitaria.
 
La antidiscriminación es el denominador común de todas las normas que pervierten el "sistema de libertad natural". El Estado intervencionista fija el mismo salario mínimo y ofrece al inmigrado prestaciones sociales iguales, por supuesto una sanidad y una educación que es incluso obligatoria, residencia y empadronamiento, transporte subvencionado, disfrute de bienes públicos como plazas, parques o playas, y supuestos derechos de reunión, manifestación o incluso de huelga y voto. La última norma antidiscriminatoria es que los colegios públicos enseñen todas las religiones. Y todo se ofrece en igualdad de condiciones que a los nativos. Si en algún caso esta equiparación no se produce de forma inmediata, como es la participación política, se alcanzará en un plazo tiempo relativamente corto.
 
Son en realidad estas normas antidiscriminatorias las que producen el "efecto llamada" y no el reconocimiento de contratos privados, como son los laborales. Desde este punto de vista, tienen poco sentido que el Partido Popular se oponga a la regulación de inmigrantes si éstos están realmente trabajando. Y más si se tiene en cuenta que ha realizado una nefasta política de inmigración, no tanto por permitir que se engorde la bolsa de trabajadores ilegales al no organizar agencias de contratación y mantener un mercado laboral extremadamente rígido, sino porque no se ha atrevido a cuestionar la ingente oferta de bienes y servicios públicos, los "derechos" y las subvenciones.
 
La peor política de inmigración es la que rechaza y llama al mismo tiempo y el caso más evidente es que una misma persona pueda ser ilegal como trabajador y legal como usuario de la educación y de la sanidad públicas. El Gobierno socialista no va a solucionar nada por regularizar a los trabajadores ilegales, sino que los problemas se multiplicarán al aumentar las prestaciones sociales. Dice el PSOE, con cierta razón, que su regulación no es dar papeles para todos, pero el error no son los papeles sino que todos, inmigrantes y nativos, reciban lo mismo del Estado protector.
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