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ATAQUE A IRAK

Pacifismo autista

Una de esas patologías colectivas que siguen haciendo de España un país pintoresco es el gran valor que aquí se otorga a permanecer fiel a los ideales políticos de la primera adolescencia, esa edad en la que la cara se llena de granos y la cabeza de tonterías.

Y tal vez sea eso lo que explique el éxito entre nosotros de la doctrina estratégica franco-alemana que, si bien se mira, no es otra cosa que una muy elaborada racionalización del regreso a la pubertad. Curiosamente, esa mayoría de españoles que considera infantiles a los norteamericanos –como cualquier seguidor de Hotel glamour (ahora “glam”) y Crónicas marcianas se apresuraría a certificar– cree que el problema de la seguridad internacional no le concierne. España, a pesar de ese motín contra la memoria histórica que está protagonizando el PSOE en las calles, ya no es aquella deformación grotesca de la civilización occidental que decía Max Estrella. No lo es, pero la generalización de una excéntrica concepción de la tolerancia, que hace de ella sinónimo de la dimisión moral, nos ha llevado a que, análogamente, en nuestros labios el pacifismo también sea sinónimo de otra cosa: de desarme psicológico. Y si a todo eso añadimos el efecto de elevar a los altares cívicos a la llamada cultura del diálogo –una expresión que significa que toda autoridad, sobre todo cuanto más legítima sea, debe plegarse a los designios de todo grupo vociferante que se le enfrente, sobre todo cuanto más violento sea–, podremos identificar las claves de por qué hay muchos más partidarios de Sadam en Barcelona y Madrid que en todo Irak.

Estos días, la prensa no para de repetir con alborozo que, según los sondeos, el noventa por ciento de los españoles está contra la guerra. Y, seguramente, es cierto. Debe ser tan cierto como que prácticamente ninguno de esos pacíficos ciudadanos sería capaz de identificar al autor de este párrafo: “En 1933 debería haber habido un presidente del gobierno francés (yo mismo lo hubiera hecho) que dijera: ‘El nuevo Canciller del Reich es el autor de Mi lucha, donde se dice esto y aquello. La vecindad de un hombre así es intolerable: ¡o desaparece o lucharemos!’. Pero nadie pronunció este ultimátum. Nos dejaron deslizarnos solos hasta la zona de mayor riesgo, y nosotros logramos navegar por ella sin encallar en ninguno de sus terribles arrecifes. Y cuando hubimos terminado, cuando estuvimos bien armados, mejor que ellos, entonces ¡empezaron la guerra!”

De todos modos, es improbable que, aun teniendo conocimiento de la lucidez que demostró Goebbels al escribir esas palabras en 1940, hubiese cambiado la opinión mayoritaria sobre la intervención. Y es que tiene razón Robert Kagan, uno de los principales mentores intelectuales de la política exterior de Bush, cuando dice que Europa vive instalada en un paraíso posmoderno y poshistórico, ensimismada en su pequeño mundo feliz. Como también la tiene cuando, observándonos desde fuera, se queda perplejo al comprobar que nos empeñamos en negarnos a creer que, tras el 11-S, más pronto o más tarde, también nos tocará a nosotros pasar por algo parecido.

Los españoles, siempre fieles a la tradición de los erráticos movimientos pendulares en las ideas, parecen hoy los europeos más convencidos de que ha llegado el fin de la Historia. Piensa la mayoría que el único problema es Bush, que por lo visto no se habría enterado. No quieren saber –y tampoco nadie se lo dice– que Al Gore defendía en su programa exactamente el mismo incremento del presupuesto de defensa que los republicanos. Ni que la mayoría de los senadores del partido demócrata votó a favor de autorizar la petición del presidente para lanzar el ataque. Ni que Clinton bombardeó Bagdad en 1999 sin autorización del Consejo de Seguridad. Ni que la Administración demócrata intervino militarmente en tres territorios extranjeros, Haití, Bosnia y Kosovo. Ni que la Guerra Fría se ha acabado, y algún día los norteamericanos podrían cansarse de seguir proporcionándonos gratis un carísimo paraguas de protección militar, sólo a cambio de que llamemos asesino a su gobierno.

Ningún adolescente puro es capaz de comprender que, sólo porque los adultos no actúan como él, puede permitirse creer que es moralmente superior a ellos. Únicamente cuando ya han abandonado esa edad de la feliz irresponsabilidad se dan cuenta de que les fue posible jugar a saltar sin red sólo porque otros se preocupaban de que sí hubiera una red. Y ese desarme psicológico de tantos españoles y europeos frente a los riesgos estratégicos tiene mucho de esa mentalidad pueril. Muchos en Europa han llegado a creerse que se puede aspirar a ser una potencia global y, al mismo tiempo, renunciar al coste de asumir el presupuesto militar que corresponde a una potencia global. Se han querido convencer de que una hábil combinación de diálogo, comprensión y presión económica es la panacea material y moral para solucionar todos los conflictos. Pero, sobre todo, han sido capaces de llegar a ese remanso ético e ideológico sin reparar en que, si Estados Unidos se comportara de la misma forma, su pequeño paraíso autista ya hubiera sido exterminado hace tiempo.

Su actitud recuerda a lo que dice Indro Montanelli sobre su tierra en sus memorias, que acaban de editarse en castellano. En ellas se puede leer que su drama es ser un país exclusivamente instalado en el presente; de contemporáneos, sin antepasados ni posteridad, sin pasado y sin futuro. Igual que los adolescentes. Igual que esta Europa en la que él ya no se hubiera reconocido.
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