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EXCUSAS IMAGINARIAS

Tradiciones

Pocas cosas hay en el mundo que sean más modernas que la tradición, ese invento de la Ilustración que sirvió de excusa para que la aristocracia inglesa de los tiempos de la Revolución Industrial ocupara su ocio inventando la propia y la del prójimo.

Así, el kilt, la falda a cuadros con la que se adornan los escoceses, es una creación muy reciente, de principios del siglo XVIII. Por supuesto, lo diseñó e implantó un inglés, sir Thomas Rawlinson, y lo creó con la sana intención de evitar el escándalo que para los orgullosos británicos de la época suponían las bárbaras vestimentas con las que desde tiempos inmemoriales se cubrían los habitantes de las Tierras Altas. Más cerca, el imaginario colectivo de los catalanes de ahora retrata a sus ancestros bailando sardanas y transmitiendo a través de los siglos, de padres a hijos, ese ritual colectivo en el que de forma simbólica tan bien se representan las características de lo que llaman el hecho diferencial. Se equivocan. El noventa y nueve por ciento de los catalanes no había tenido noticia de la existencia de ese baile hasta hace un cuarto de hora. Tanto es así que cuando, en 1896, Galdós quiso incluir una en La loca de la casa, obra ambientada en Cataluña, le fue imposible encontrar información fidedigna sobre cómo se bailaba entre sus amigos, los intelectuales catalanes de la tertulia del Ateneo de Barcelona. Ninguno la había visto representar jamás.

Entre nosotros, los clichés que crearon los escritores del 98, una vez pasados por el filtro del marxismo más o menos tosco que abrazó la elite intelectual durante el franquismo, han establecido la tradición canónica de la autoimagen de España. Esa tradición —la criba intencionada de los hechos del pasado realizada con la intención de influir en los del futuro—, apuntalada ahora por la hegemonía absoluta de la izquierda en la industria cultural y de difusión de ideología, exige ver un país en el que el impulso modernizador necesariamente tiene que llegar de las zonas de la periferia con mayor historia industrial, y, subsidiariamente, del acceso al poder de los “progresistas” en el resto del territorio, siempre en pugna con el lastre reaccionario de carpetovetónicos grupos dominantes.

Ese estigmatismo intelectual programado que hace intuir gigantes donde sólo hay molinos, eso sí, con denominación de origen, es el mismo que impide que se perciba con claridad la inversión de las tendencias y las mentalidades en liza dentro de la sociedad y la economía españolas desde la reinstauración de la democracia. Y es que basta con mirar los acontecimientos cotidianos por encima de ese velo ideológico —y de sus estereotipos sobre las fuerzas del pasado y las fuerzas del futuro— para comprobar su desajuste absoluto con las evidencias que ofrece la realidad. Por ejemplo, hace poco más de una semana, el comisario de la Competencia, Monti, denunciaba una norma española como contraria al principio de libertad de empresa garantizado por el Tratado de la Unión. Se trata de la iniciativa de la Generalidad de Cataluña de gravar con un impuesto especial a las superficies comerciales que ocupen más de 2.500 metros cuadrados; es decir, de cargarlas con un tributo sólo por no ser pequeñas. Cada año, ochenta grandes establecimientos deberán regalar 17,4 euros por cada metro cuadrado que ocupen a los tenderos y pequeños comerciantes del Principado, ya que la Administración catalana ha decidido transferirles íntegramente la recaudación anual. Será su premio institucional por no ser eficientes. Sólo a Carrefour, la dádiva le va a costar más de cinco millones y medio de euros cada ejercicio.
El recurso de esa ley, que únicamente es un botón de muestra de los aires vanguardistas que se respiran en Barcelona, ha venido a coincidir en el tiempo con las celebraciones en Andalucía de dos victorias políticas de su gobierno autónomo que, a buen seguro, servirán de acicate para que la Comunidad acelere su entrada en la economía de la posmodernidad. La primera ha sido la sentencia del Constitucional que reconoce al Ejecutivo autónomo la capacidad para aumentar las pensiones de los que nunca cotizaron para tener una pensión, pero que igualmente la han obtenido. La segunda es haber conseguido que otra tradición, la de pasar indefinidamente los lunes al Sol con Chaves gracias al PER, se mantenga sólo con leves retoques cosméticos.

Ocurre que, como es sabido, de todas las tradiciones, por el simple hecho de serlo, emana una autoridad que libera a los que las siguen del riesgo de plantearse el significado de su conducta; de ahí seguramente la secreta admiración de tantos líderes de opinión españoles hacia los micronacionalismos periféricos, y su ceguera para percibir el trasfondo arcaizante y tenuemente estamental que los caracteriza, algo que se manifiesta en medidas como la gabela para los colmados. Ese poso ranciamente antiliberal que los identifica, el recelo de la vieja España hacia la moralidad del sistema de mercado que ellos conservan, es lo que lleva a su corporativismo mal disimulado a tener tantas coincidencias tácitas con el colectivismo de los socialistas. No por casualidad las fuerzas políticas españolas más reacias a la puesta en práctica de la Agenda de Lisboa son, junto al PSOE, los grupos comprometidos en la llamada Declaración de Barcelona.

Y también es la fuerza de esa tradición, que pretende que la sabiduría paternal y superior del Estado debe tutelar la autonomía de los individuos que operan en pos de su interés privado en la economía, la que ha acabado por doblegar a los únicos que parecían tener la cabeza y todos los sentidos en el siglo XXI. La obsesión repentina del Gobierno por el consenso, ese síntoma inequívoco de la variante de la patología tradicionalista llamada centrismo, así lo hace sospechar.


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