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José García Domínguez

Cataluña, ¿una democracia homologable?

Al catalanismo político le resulta en extremo arduo convivir con los modos más elementales y básicos de la democracia.

Al catalanismo político le resulta en extremo arduo convivir con los modos más elementales y básicos de la democracia.

Que en Cataluña rigen los formalismos jurídicos de una democracia liberal es obviedad que no merece discusión. Asunto bien distinto es que la cultura política hegemónica en su territorio, la del catalanismo, se compadezca con los usos propios de un sistema representativo. Desde esa perspectiva más amplia, Cataluña se proyecta como una democracia precaria, cuya institucionalización de la intolerancia frente al disenso resulta ajena a cualquier práctica aceptable en el resto de Europa. La monótona, ubicua, cansina iconografía independentista que ofrecen esas esteladas expuestas en calles y balcones constituye buen indicio de ello. Imposible dar con una sola bandera rojigualda que les dé réplica en el espacio público. Ni una sola. ¿En qué democracia genuina la mitad –como mínimo– de la población rehúsa en bloque exteriorizar sus preferencias políticas en el ámbito de la vida cotidiana? En ninguna. Y si sucede en Cataluña es porque Cataluña está muy lejos de constituir una democracia homologable.

Al catalanismo político le resulta en extremo arduo convivir con los modos más elementales y básicos de la democracia. La neutralidad de las instituciones en la disputa política, por ejemplo, se le antoja inconcebible. De ahí la continua promiscuidad entre activismo agitativo y servicio público que distingue al funcionariado local. Práctica que se extiende desde los maestros de escuela hasta los presentadores de los telediarios. Y es que, a su extraviado entender, quien no comulgue con el ideario político nacionalista en realidad no puede ser catalán. Los más toscos de entre ellos, seres gobernados por una emotividad primaria como Tardà o Carod, lo verbalizan sin pudor. Los inteligentes no lo dicen, pero lo piensan igual.

Y sin embargo, son minoría. Pese a todo, siguen siendo minoría. Por mucho ruido que hagan, ese 33,9% de sufragios proclives a la secesión en las últimas elecciones –la suma de CiU, ERC y los antisistema de la CUP– refleja la genuina dimensión espectral del separatismo catalán. Están en el mismo sitio que en 1984, cuando Pujol logró su mayor victoria al cosechar las papeletas del 33,6% del censo electoral. Ya pueden ingeniar cadenas, collares o brazaletes para impresionar a los simples de la meseta: no han avanzado ni un centímetro en los últimos 29 años. Así, los partidarios de no romper con España continúan sumando más voluntades que los separatistas. En concreto, los partidos de ámbito estatal o abiertamente españolistas cuentan con un 35,7% de los votos en relación al censo, dos puntos por encima. Y ello suponiendo a las huestes del condotiero Duran como integrantes fiables del bloque secesionista. A saber cuántos serán el día en que, al fin, llegue de una vez la democracia.

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