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José García Domínguez

Desoladoras unanimidades

Y es que a pesar de los cien millones de trabajadores asesinados que ha dejado tendidos en las cunetas de la Historia, el comunismo sigue ocupando un lugar preferente en la memoria sentimental de la izquierda.

Con desoladora unanimidad la prensa toda, tanto la de derecha como la de izquierda, igual la "seria" que la rendida al burdo tremendismo que parece exigir internet, ha coincidido a la hora de calificar la muerte de Solzhenitsin. Así, la feliz alianza entre la conveniencia política de los unos y la simple pereza de los otros ha llevado a tratar al autor de Archipiélago Gulag no como a un enemigo implacable del comunismo, la cosmovisión antihumanista que combatió a lo largo de toda su vida, sino al modo de un personaje apenas discrepante de los modales primarios de cierto José Stalin.

Es más, de hacer caso a todas esas necrológicas publicadas en los periódicos españoles, cabría concluir que el carácter singular de la figura de Solzhenitsin procede únicamente de haber coincidido con, por ejemplo Mao Tse Tung o Trotski en el rechazo a la línea política del camarada Koba. Una disidencia circunscrita a la figura del antiguo seminarista georgiano que dejaría a salvo de la quema tanto a la elaboración teórica de Marx y Engels como a Lenin y a todos los demás dirigentes revolucionarios que ejercieron su dominio antes y después del "paréntesis" estalinista.

Con aquel lúcido pesimismo tan suyo sentenció Revel poco antes de morir: "Ha caído el Muro, pero sólo en Berlín, no en las mentes". Se refería, precisamente, a eso, a la grave enfermedad moral que sufren hasta los plumillas de guardia en agosto; a ese tabú tan firmemente arraigado entre los creadores de opinión europeos que proscribe enturbiar el ideal inmaculado de la utopía comunista, apelando a la muy empírica evidencia sanguinaria del socialismo real; al contrasentido lógico –aunque no político– que habilita a un progre para gritar alegre e impunemente: ¡Abajo Fidel Castro! al tiempo que le prohíbe, so pena de ser expulsado a las tinieblas exteriores de la reacción y el fascio, exclamar:¡Abajo el comunismo!

De ahí la necesidad imperiosa para la socialdemocracia de recurrir constantemente a la balsámica coartada estaliniana, ese cordón sanitario elaborado a base de tinta de calamar retórico que le permite mantener a salvo del contagio con la verdad el recuerdo colectivo del comunismo. Y es que a pesar de los cien millones de trabajadores asesinados que ha dejado tendidos en las cunetas de la Historia, el comunismo sigue ocupando un lugar preferente en la memoria sentimental de la izquierda. Razón de que sus principios doctrinales continúen gozando hoy de una escandalosa absolución ética entre los herederos de sus cenizas electorales, algo simplemente inimaginable en el caso de sus dos hermanos gemelos en la común causa del liberticidio planetario: el nazismo y el fascismo.

Sí, Solzhenitsin habrá muerto, pero Juan Benet está más vivo que nunca.

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