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José García Domínguez

El gran secreto de Viktor Orbán

El éxito de Orbán solo se puede comprender reparando en la obsesión con la demografía que comparten pequeñas comunidades nacionales o protonacionales.

El éxito de Orbán solo se puede comprender reparando en la obsesión con la demografía que comparten pequeñas comunidades nacionales o protonacionales.
El primer ministro de Hungría, Víktor Orbán. | Europa Press

Si en el mundo hubiese cincuenta millones de catalanes, el nacionalismo catalán no existiría; o no existiría, al menos, con esa virulencia tan compulsiva, tan irracional, tan intratable, la que lo caracteriza desde siempre. Y es que los catalanes indigenistas se parecen mucho a los húngaros. El secreto del éxito popular arrollador de una figura política tan desconcertante como la que encarna Víctor Orbán, alguien capaz de imponerse por rutina a una coalición formada por todos los demás partidos del país, y de hacerlo además con un programa profundamente antiliberal y antieuropeo tras haberse beneficiado como nadie de las ayudas europeas, solo se puede comprender reparando en la muy paranoica obsesión con la demografía que comparten siempre las pequeñas comunidades nacionales, así Hungría, o protonacionales, como en el caso de Cataluña.

Los nacionalistas catalanes son como son, compulsivos e intransigentes, porque el país es petit y temen desaparecer algún día disueltos en el magma promiscuo de los foráneos instalados en él. Una obsesión con los censos, las tablas demográficas y la natalidad que igual retrata al nacionalismo húngaro, otro país petit cuya población autóctona no para de disminuir desde la caída del comunismo. Y también de ahí la paradoja, solo en apariencia absurda, de que los electores húngaros se muestren hostiles de un modo tan militante a los inmigrantes, tratándose de un país que apenas aloja a extranjeros en su territorio –no suponen ni el 1%–.

Resulta que los húngaros actuales no llegan ni a diez millones de almas, que seiscientos mil de ellos emigraron en los últimos dos lustros con escasa voluntad de retornar, y que cada año que pasa la diferencia entre muertes y nacimientos es de 32.000 a favor de las primeras. El Gobierno, en fin, calcula que el número de mujeres en edad reproductiva disminuirá en un 20% a lo largo de esta década. Y todo eso les aterra. Orbán no es en absoluto un católico integrista, al modo de los conservadores polacos. Su manía persecutoria con gays y lesbianas no tiene más trasfondo doctrinal que el simple pragmatismo de alguien empeñado en llevar a cabo políticas natalistas desde el Ejecutivo al precio que sea. Solo es por eso. Y también por eso gana. Y seguirá ganando.

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