Contra lo que piensa casi todo el mundo, e igual la derecha que la izquierda, una mayor inversión en educación no hace que los países sean más ricos. No hay ninguna evidencia empírica de que eso sea así; simplemente, no la hay. Por muy extraño que parezca, no existe prueba ninguna de que tal cosa ocurra en la realidad. Es solo un mito. Extendidísimo, sí, pero apenas un mito. Desde Joaquín Costa, que fue el primero, aquí, en España, son legión los arbitristas y reformadores sociales que han querido ver en la red de instrucción pública la gran palanca llamada a resolver los males crónicos de la patria; en especial, los ligados a nuestra secular ineficiencia productiva. De ahí que esa leyenda universal, la de la educación como panacea prometeica, esté mucho más extendida aún entre nosotros que en otras latitudes. Ocurre, sin embargo, que la inmensa mayoría de los contenidos programáticos que se transmiten en lo centros de formación secundaria y universitaria no sirven para nada útil. Para nada práctico sirve, por ejemplo, poseer conocimientos avanzados de teoría económica. Y mucho menos rentable aún resulta atesorar saberes que versen sobre literatura, historia o filosofía, materias inanes donde las haya. Pero es que tampoco las disciplinas que se suponen más ligadas al ámbito empresarial, como las habilidades matemáticas, resultan ser relevantes a efectos de aumentar la productividad del grueso de los trabajadores. De hecho, es algo que no tiene apenas importancia. Puede que al lector, y sobre todo si late en su alma un poso regeneracionista, le resulte desolador saberlo, pero todos los estudios estadísticos internacionales que se han hecho al respecto remiten a idéntica conclusión: no hay ninguna correlación significativa entre el nivel matemático de la población de un país y su grado de desarrollo económico. Ninguna.
Esas historias son una pura leyenda urbana. La presunción de que un superior nivel educativo genere mayor crecimiento económico remite a una simple creencia popular, nada más. Y abundan, por cierto, montones de ejemplos bien reales que la desmienten. A Argentina, nación con una altísima tasa de universitarios, no le ha ido mejor que a Suiza, país que presenta uno de los índices más bajos de habitantes con formación superior de toda la OCDE. E igual es sabido que la pericia matemática del ciudadano norteamericano medio resulta muy inferior a la de los naturales de Kazajistán, Armenia, Serbia y otros lugares por el estilo. El día que se murió el dictador, aquel 20 de noviembre de 1975, el PIB per capita de España en relación al Mercado Común Europeo de los 15 era del 82,1%. Cuarenta años y docena y media de planes educativos después, en 2016, el PIB per capita de España en relación a la misma Europa de los 15, sin contar la ampliación al Este de la Unión, sigue siendo casi idéntico al de entonces, un 87,9%. Nuestra posición relativa no se ha alterado de modo apreciable. Nada especial, por lo demás: al resto de países europeos, con la única y singularísima excepción de Irlanda, les ha sucedido lo mismo durante estos ocho lustros: no se han movido de su sitio. Incluida esta España, decíamos, que, pese a las recurrentes letanías apocalípticas de nuestros intelectuales letraheridos, presenta unos resultados en los informes PISA bastante homologables.
Al cabo, obtenemos puntuaciones similares a Italia y algo por encima de la mítica Suecia. La media española en matemáticas es 484 ( la de la OCDE, 494) y en comprensión lectora, 488 (OCDE, 496). Nada para tocar las campanas, cierto, pero tampoco para entregarnos a los rigores del cilicio. ¿De qué han servido, pues, los muchísimos programas de innovación educativa orientados a aumentar la productividad que durante todo ese tiempo se han llevado a la práctica en la casi totalidad de esos países europeos? De nada. Contra lo que dicta el tópico tan caro a políticos y periodistas, la tecnología actual no reclama de los trabajadores muchos más conocimientos que antes. Más bien sucede lo contrario. Repárese en que un dependiente de comercio ya ni tan siquiera necesita saber sumar, limitación impensable en sus equivalentes de hace cuarenta años. He ahí la gran paradoja contemporánea: multitud de empleos en las economías más tecnificadas requieren personas cada vez menos preparadas. Al tiempo, mucho más que el conocimiento específico se haya adquirido en las aulas, lo que en verdad cuenta para el desempeño de la inmensa mayoría de los empleos son las habilidades que se adquieren en el propio puesto de trabajo. Está bien, sin duda, que los chicos y las chicas hagan un montón masters y posgrados, que sobre todo les serán provechosos para viajar y ampliar su círculo de relaciones sociales y sentimentales. Pero nadie espere que sea eso lo que vaya a sacar a España del ostracismo en el futuro mediato. Dejemos de soñar despiertos. La formación puede ser un placer, pero no un atajo.