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José García Domínguez

El PSC, ese yogur caducado

El PSC era el partido de los revolucionarios de salón. Pero ha sonado la hora de los revolucionarios de verdad.

El PSC era el partido de los revolucionarios de salón. Pero ha sonado la hora de los revolucionarios de verdad.

Suele atribuirse a Miquel Iceta, el Fouché catalán, un condotiero siempre dispuesto a servir a quien sea y a su contrario, la sentencia no exenta de lucidez de que el PSC fue un invento llamado a durar mientras en Cataluña rigiese el derecho a no decidir. De ahí su agonía súbita tras el inicio del proceso soberanista. A estas horas lo único que queda de él, la fuerza que fuera hegemónica durante seis lustros entre la Cataluña que una vez se quiso cosmopolita, no son más que una docena de alcaldes del Bajo Llobregat aterrados por el escenario apocalíptico que les auguran todas las catas demoscópicas. Un puñado de alcaldes de pueblo asustados. Apenas eso. Pocos finales más tristes.

El socialismo catalán, aquel matrimonio de conveniencia entre las clases medias autóctonas y los cuellos azules procedentes de la inmigración, asentó su razón de ser en los dos consensos transversales que se ha llevado por delante la Gran Recesión. Por un lado, la confluencia de la base sociológica de la izquierda en torno al Estado del Bienestar, esto es, la integración en el sistema de toda posible disidencia transgresora por la vía de ensanchar el Presupuesto. Un dulce aburguesamiento al que han puesto punto y final la irrupción en escena del desempleo crónico y la poda de los servicios públicos ante el ahogo de la Hacienda. Y esos nuevos excluidos, los hijos del Estado del Malestar, ya no se identifican con un puño y una rosa cada vez más amorfos, sino con la sandalia que el atrabiliario Fernández, el de la CUP, amagó lanzar contra la testa del banquero Rato. El PSC era el partido de los revolucionarios de salón. Pero ha sonado la hora de los revolucionarios de verdad.

El otro consenso quebrado que augura la muerte del PSC era el que articulaba la cohesión social en torno al catalanismo. Una fractura civil que, por lo demás, solo era cuestión de tiempo. La coexistencia bajo unas mismas siglas de dos lealtades nacionales, la catalana y la española, fue posible mientras no se cumplió el plazo de una generación, el periodo que las elites catalanistas estimaron necesario para la definitiva aculturización de la descendencia de los castellanohablantes. Y ese instante, al fin, ha llegado. A partir de ahora, todos estamos condenados a elegir bando. Mas dispongámonos para el enésimo salto de la rana del PSC: la renovada vindicación del derecho a decidir, aprovechando el vacío de poder en Ferraz, bajo la farisaica promesa de votar no en la consulta. Que de eso va la jugada de Iceta.              

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