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No sé quién será el sucesor del cesante súbito, pero sí sé quién tendría que ser. Tendría que ser Cospedal. Y no porque Cospedal, su persona y su obra, merezca un aprecio especial en relación a sus otros dos competidores por el sillón del Gran Inquisidor de Génova, Santamaría y Feijóo. Cospedal no es ni mejor ni peor que sus rivales. Bien al contrario, se parece al uno y a la otra como gotas de agua. Nada raro por otra parte. Porque la derecha española es así y siempre ha sido así. Así de apolítica, así de anti-intelectual y así de desidelogizada, como esos tres. Así de imbuida hasta el tuétano, al modo de esos tres, de la mentalidad funcionarial y el espíritu de cuerpo, ese tan característico de los gestores técnicos cooptados para la vida política desde la Administración. Así era también Rajoy. Como así fue siempre Aznar, calcados el uno al otro pese al odio mutuo y eterno que se profesan. Por eso ninguno de esos tres ha dado nunca, ni falta que hace, la famosa batalla de las ideas. Ni la han dado ni la darán. Entre otras razones, porque ese asunto, el de las ideas, les trae sin cuidado tanto al uno como a las otras. No obstante lo cual, la elegida tendría que ser, decía, la aún ministra de Defensa por unas horas.

Y por la razón más poderosa que se antoja en este instante: por descarte. Sí, por descarte. Por puro y simple descarte. Hay en España, como en tantos otros países, una ley no escrita que establece de modo inapelable que el reparto del poder tanto dentro como fuera de los partidos debe ajustarse a delicados e innombrables equilibrios regionales. Por eso, un gallego no puede suceder a otro gallego ni en la presidencia del Gobierno ni en la cúspide del Partido Popular. Esas cosas no gustan. Y resulta que Feijóo es gallego. Solo por eso, aunque nadie lo admitirá nunca en público, ya tiene un pie fuera de la carrera. Por lo demás, en este instante de furia neocalvinista y de terminal angustia centrífuga que atraviesa España, a Feijóo no van a dejar de pasarle factura una foto y un posado. La foto famosa con el narco del bronceador. Y el posado criptonacionalista, por muy blando, pasado por agua e importado que fuese, de su "y nosotros igual" cada vez que en Cataluña subían la apuesta de la absorción de las competencias propias del Estado. En los tiempos que corren, eso se paga. Y caro. Pero es que Feijóo todavía arrostra un problema más: no es mujer. Algo que tiene difícil arreglo a estas alturas.

En la época de la dictadura de los spin doctors yel imperio del marketing estratégico, con la permanente segmentación de los mercados políticos para posicionar nuevos productos electorales fabricados a partir del análisis de los focus grup, debe de haber ya docena y media de asesores áulicos predicando que una mujer sea quien dispute la partida a Rivera por la hegemonía en el cercado de la derecha. Y seguramente no se equivocan. Pero entre esas dos mujeres, y siempre por descarte, hay que que quedarse con Cospedal. Con Cospedal no por lo que ha hecho, que no ha ido muy allá, sino por lo que ha tenido la habilidad de no hacer. Que fue lo que hizo la otra. El 1 de octubre, y para nuestra desgracia, todos los televidentes idiotas del mundo empezaron a simpatizar con el separatismo catalán. Y la culpable manifiesta de aquel error demencial, la estampa ubicua en los telediarios del planeta de la policía española repartiendo porrazos a las puertas de algo que parecían colegios electorales, fue la otra, Santamaría. Hay errores, muchos, muchísimos, la mayoría, que se pueden perdonar. Pero aquel no. No porque nos hizo mucho daño como país. Y lo que es peor, porque aún nos lo sigue haciendo. No haber intervenido a los Mozos cuando todo el mundo en Cataluña les había advertido de lo que iba a pasar, seguir contando chistes sobre las "urnas chinas" a apenas 24 horas del desastre, como el simple de Méndez de Vigo, toda aquella ceguera voluntaria la tiene que pagar ahora Santamaría. Es de justicia. Lo dicho, por descarte, pero Cospedal.

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