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José García Domínguez

La anti-Thatcher

Lo que aquí no se entendió nunca de esa Theresa May fue que se tomara en serio a sí misma y a la voluntad soberana de su país expresada en referéndum.

Lo que aquí no se entendió nunca de esa Theresa May fue que se tomara en serio a sí misma y a la voluntad soberana de su país expresada en referéndum.
Theresa May | EFE

Desde la muy particular y sesgada perspectiva de un país que siempre fue pobre, que arrostra desde tiempo inmemorial una autoestima tan baja que muchas veces linda con el puro masoquismo, y que lleva ya cerca de tres siglos jugando en la segunda división entre las potencias de Occidente, España por más señas, los británicos están locos por querer abandonar un club tan benéfico, maravilloso y altruista como la Unión Europea. Pero los británicos ni han sido pobres toda la vida, ni son masoquistas ni tampoco desconocen cómo funciona un sistema económico llamado capitalismo. Y no lo desconocen porque, entre otras cosas, el capitalismo industrial lo inventaron ellos cuando la mayoría de los europeos continentales se dedicaban a plantar patatas y a vigilar rebaños de cabras. Algo que quizá debiera llevarnos a ser un pocos menos paternalistas y altivos a la hora de enjuiciar lo que allí está sucediendo a raíz del Brexit. Y sobre todo, huelga decirlo, a los españoles. Ni son masoquistas ni tampoco frívolos, rasgo nacional este último que resulta especialmente incomprensible entre nosotros.

Porque lo que aquí no se entendió nunca de esa Theresa May fue que se tomara en serio a sí misma y a la voluntad soberana de su país expresada en referéndum. Un mandato popular cuyo núcleo duro apelaba a que el Estado del Reino Unido recuperase el control efectivo de los flujos migratorios transfronterizos que atraviesen sus lindes nacionales. Theresa May, procede hablar de ella ya en pasado, fue la anti-Thatcher, una conservadora genuina ligada intelectualmente a la vieja tradición escéptica y pragmática del Partido Conservador con la que quiso acabar Thatcher en su tiempo. Los viejos conservadores, es sabido, nunca consideraron a Thatcher uno de los suyos. Ella era otra cosa, una liberal que miraba con rendida admiración al otro lado del Atlántico desde la atalaya de un corpus doctrinal articulado a partir de una mezcla no siempre consistente de ideas extraídas de la Escuela Austriaca de Economía, de su gemela norteamericana con sede en Chicago y, sobre todo, de la teorización antiestatal de una tercera factoría ideológica, la ligada a la Universidad de Virginia. Nada que ver ni con el pensamiento conservador británico clásico y mucho menos aún con el continental.

En ese sentido, la irrupción de May supuso una auténtica contrarrevolución dentro del cercado de la derecha. Una contrarrevolución llamada, por lo demás, a sobrevivirla políticamente. Con independencia de que su inminente sucesor responda o no por Boris Johnson, lo seguro es que, tras May, casi nada quedará en pie dentro del universo tory de la cosmovisión idealizada del libre mercado que retrató al thatcherismo. Ni individualismo filosófico radical, ni defensa del homo economicus, ni aquella confianza tan de los ochenta en los contratos mercantiles libremente acordados como soporte último tanto del orden económico como del social ni, por supuesto, sombra alguna de su adhesión incondicional a la teoría del Estado mínimo. Suprema, extraña, desconcertante paradoja, la mujer que acabaría enterrando su propia carrera política en el empeño de propiciar a toda costa el divorcio del Reino Unido con Europa resultó ser la misma mujer que provocó el retorno de la derecha británica a la matriz del pensamiento conservador europeo, tan distinto desde siempre a las corrientes dominantes en Norteamérica. Ella se va pero aquí, me temo, les seguiremos perdonando la vida.

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