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José García Domínguez

Torrent se rila

Nadie espere ni excesiva cordura ni tampoco demasiada inteligencia en el tapado que está por llegar.

Nadie espere ni excesiva cordura ni tampoco demasiada inteligencia en el tapado que está por llegar.
Roger Torrent | EFE

Torpedeando al sutil modo la investidura in phantasma del Payés Errante, el padre de familia Roger Torrent acaba de consumar una feliz carambola múltiple. Primero, ha logrado cumplir con el mandato estatutario que le obligaba de modo imperativo a proponer un candidato para la presidencia de la Generalitat antes de que hubiesen transcurrido diez días desde la elección de la Mesa de la Cámara. Segundo, ha cumplido, siquiera formalmente, con la exigencia de Junts per Catalunya de que mantuviese contra viento y marea la designación de Carles Puigdemont como aspirante al cargo. Tercero, se ha congraciado con su propio partido, la Esquerra, al dar el primer paso, el más difícil siempre, para comenzar las muy lentas y muy delicadas labores de acoso y derribo contra la ilusoria pretensión del ido de sucederse a sí mismo. Cuarto, ha evitado incurrir en un delito de desobediencia al Tribunal Constitucional, asunto nada baladí en los tiempos que corren. Y quinto y último, ha conseguido ganar algo de tiempo pasando la pelota de nuevo al Constitucional y el Supremo, que tendrán que decidir ahora sobre los respectivos recursos que ha interpuesto la comunión separatista. No está mal para una sola tacada.

No obstante, su problema, que es el problema de los separatistas todos, sigue ahí. Y es que Puigdemont no solo vive fuera de España, sino que también lo hace fuera de la realidad. Una realidad que se puede cuantificar en treinta y cuatro mil millones de euros anuales, por más señas el presupuesto que maneja la Generalitat cada doce meses. Para ellos, renunciar a eso sería lo mismo que abdicar de existir. Pero, cada día más perdido en el laberinto sin salida de su personal e intransferible extravío, el Payés Errante ya no parece ser consciente de esa necesidad insoslayable, la de controlar de nuevo el dinero del erario. Un enésimo adelanto electoral, la ruleta rusa con la que en este preciso instante parece fantasear Puigdemont, constituiría un riesgo temerario para la facción aún cuerda del bloque levantisco. Con una mayoría tan precaria como la suya actual, cualquier mínimo movimiento de votos podría traducirse en una catástrofe absoluta para ellos. En consecuencia, harán cualquier cosa, cualquiera, antes de incurrir en semejante riesgo estratégico. Y esas cosas cualesquiera incluyen el lanzar por la borda, y con los miramientos justos, al Papa Luna de Bruselas.

Conociéndolos, no obstante, procede adelantar un par de aspectos sustantivos de la cadena de acontecimientos más o menos teatrales que estaremos llamados a vivir antes del desenlace último de la representación. El primero, consustancial a todos los partos decisorios que se han visto obligados a afrontar de consuno desde que iniciaran la excursión a Ítaca con escalas técnicas en Estremera y Soto del Real, es que podemos dar por seguro que agotarán hasta el último segundo los plazos temporales antes de nada acordar. Siempre ha sido así. Y siempre será así. Ergo, preparémonos para un espectáculo largo y cansino. El segundo, en fin, es que muy probablemente Puigdemont, viéndose acorralado por los suyos, querrá reservarse la prerrogativa final de designar a su sucesor. Un precio que los otros acaso no tengan más remedio que pagar. Nadie espere, pues, ni excesiva cordura ni tampoco demasiada inteligencia en el tapado que está por llegar.

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