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Luis Herrero Goldáraz

Nuestra mediocre aristocracia

Yo no sé a quién retrata más esa foto de Johnson frente al Carlos V de Tiziano, si a Johnson o a todos los que se sorprenden.

Yo no sé a quién retrata más esa foto de Johnson frente al Carlos V de Tiziano, si a Johnson o a todos los que se sorprenden.
Boris Johnson, en el Prado. | EFE

La escena es buena porque es sutil y está plagada de contrastes. Algunos tan imperceptibles que todavía no sé ni cuáles son. El fácil, el que salta a simple vista, podría ser la extrañeza que provoca que el mayor populista de los presidentes europeos fuese el único que valorase la grandeza artística del lugar en el que habían sido citados. Que el hombre de las juergas en Downing Street aprovechase unos minutos de soledad en el Prado para pasear su mirada con elegante parsimonia, mientras el resto de dignatarios continuaban sin reparar en nada más que en ellos mismos. Aun así, me parece más interesante su reverso. Es decir, el hecho de que algo así genere tanta extrañeza. Yo no sé a quién retrata más esa foto de Johnson frente al Carlos V de Tiziano, si a Johnson o a todos los que se sorprenden. Pero al final lo único que ha quedado demostrado es que existe demasiada gente que parece seguir creyéndose mejor que el resto por intuirse más refinada, como si un populista no pudiese poseer cultura o, peor aún, como si la cultura aportase realmente algún tipo de superioridad moral.

Desde luego, está siendo una semana de contrastes. El más divertido es el que nos ha aclarado definitivamente que hasta el hombre más alto y agraciado del planeta, según el CIS, siente envidia. Nadie, ni siquiera Sánchez, está exento de notarse pequeñito al lado de personas con más presencia y elegancia. Lo que no sabemos es si será capaz de reconocer de una vez por todas que de poco sirven las encuestas maquilladas cuando deja de ser posible ocultar la evidencia empírica. El contraste soberano entre Felipe VI y Pedro Sánchez durante estos días ha sido tan insultante que la tensión casi ha podido cortarse con un cuchillo. Eso es algo que sabemos los españoles y hasta puede que también nuestro Consejo de Ministros. Que lo sepa el autoproclamado presidente más sexy del Gobierno más progresista de la historia es un misterio.

Escribo todo esto porque existe una curiosa conexión entre esa extrañeza hipócrita de la que hablaba en el primer párrafo y el esfuerzo inútil de Pedro Sánchez por aparentar más de lo que es. Se trata, precisamente, del convencimiento absurdo de quienes consideran que vale más el que más aparenta, cuando en realidad la cosa funciona al revés. Aparenta más el que más vale porque la dignidad es una cosa que se exuda sin esfuerzo y que se muestra tal cual es. No es posible fingirla. Los impostores, por su parte, sólo producen lástima.

Teniendo eso en cuenta, hay que felicitarse de que la cena informal de la OTAN haya tenido lugar en el Prado, entre tantos cuadros de reyes muertos. Observar a la nueva aristocracia de nuestra época pasear por allí hacía imposible no percibir ese último contraste, el más sencillo y quizá el más elocuente de todos. Hace siglos, los dirigentes mediocres eran una maldición dinástica. Un mal caído del cielo contra el que poco se podía hacer. No deja de resultar curioso pensar que han sido necesarias incontables revoluciones para que ahora los elijamos democráticamente.

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