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Luis Herrero Goldáraz

Sangre en la plaza

Iglesias lleva tiempo tratando de sembrar en su electorado la certeza de que la derecha es fascista; así le resultará más fácil llamar a filas y a urnas a los 'defensores de la democracia'.

En realidad, si se piensa bien, nada podría ser más torero y español que ese debate interminable y vehemente a favor o en contra de los propios toros. Aunque sucede también con cualquiera de nuestras disputas. En ellas, la gente actúa como en la Fiesta: unos cornean con fuerza; otros regatean con gracia; algunos tratan, con mayor o menor éxito, de clavarle en el lomo a sus contrincantes las banderillas del escarnio; y las más de las veces lo que termina quedando en la plaza es un reguero de sangre y un público abandonando sus asientos, mientras discute, claro está, las virtudes y los defectos que ha detectado en la faena que acaba de terminar. Hace ya varios siglos que los españoles descubrieron, concentradas en el toro, sus propias grandezas y miserias. Observaron la bravura con la que se resistía a la muerte y quisieron premiarla. Por eso debieron de decidirse a elevarlo de categoría y confeccionaron todo un ritual festivo para su matanza. Desde entonces ningún otro animal ha gozado de tanta consideración en esta tierra que recibió su nombre de los conejos, pero cuya propia silueta estará siempre ligada a la de esa bestia que sólo recula cuando se prepara a embestir, porque prefiere morir matando, o matar muriendo, que para el caso es lo mismo.

Otra de nuestras mayores señas de identidad podría ser el forofismo. Hace cien años la gente era de Joselito o de Belmonte, como ahora se es del Madrid o del Barsa, de derechas o de izquierdas, del toro o del torero. Es una cosa curiosa porque el español en el fondo se asemeja bastante al toro: nuestros ataques fratricidas son más una respuesta ante el miedo que un deseo fidedigno de aniquilación. Espantamos al rival como quien le planta cara a la muerte porque, en nuestra alma forofa, concebimos al otro como la amenaza más rotunda a esos valores que mejor nos representan; como la anulación de todo aquello que creemos ser. La mayoría de las veces esas percepciones no dejan de ser alucinaciones quijotescas, pero sucede que en ocasiones los picadores aciertan desde la tribuna del Congreso, y de pronto España se convierte en un corral repleto de víctimas dispuestas a terminar de una vez por todas con sus victimarios. A eso solemos llamarle cainismo por el crimen fratricida que encierra, pero en rigor es otra cosa. Caín mató a Abel por envidia y yo no creo que lo que mueva a unos españoles contra otros sea principalmente eso. Lo que nos lleva a enfrentarnos es el miedo del toro que vislumbra en la plaza su fin y en el de enfrente a su verdugo. España, país de toros, tenía que ser a la fuerza el paraíso de las embestidas en defensa propia.

Lo que me lleva a ese otro terreno complejo de la legitimación de la violencia. En algún oscuro recoveco del pasado debimos de aceptar como incontrovertible que las víctimas tenían, no ya el derecho de acabar con sus agresores, sino también el de decidir por voluntad propia quién lo es, antes de ajusticiarle con las armas propias. Eso es lo único que explica que un vicepresidente del Gobierno pueda reivindicar con orgullo la pertenencia de su padre a un grupo terrorista que casi truncó la Transición y ser tomado por miles de personas como un gran defensor de los derechos humanos. El mecanismo funciona perfectamente en nuestras cabezas binarias: el fascismo nos amenaza, ergo, cualquier acción contra él es necesaria. En el fondo es la lógica de la que se sirve Iglesias cuando desliza en el Parlamento que lo que pretende el PP es la insubordinación de las Fuerzas Armadas, o cuando le dice directamente a Espinosa de los Monteros que Vox anhela un golpe de Estado pero que no se atreve a llevarlo a cabo. El vicepresidente lleva tiempo tratando de sembrar en su electorado la certeza de que la derecha es fascista; así le resultará más fácil llamar a filas y a urnas a los defensores de la democracia. Lo triste es que lo único que le diferencia de quienes identifican a toda la izquierda con el comunismo bolivariano es que él está llevando más lejos sus acusaciones.

A comienzos de la semana pasada uno se lamentaba de que en mitad de una pandemia las sesiones de control al Gobierno tuviesen que centrarse en los excesos intolerables de un ministro del Interior con ínfulas de sátrapa. Simplemente, todavía era relativamente sencillo preguntarse dónde había quedado ese "espíritu de concordia" que nos quiso vender Sánchez hace dos meses. Ahora, sin embargo, resulta hasta grotesco pensar en ello. Por no, haber ya no hay ni un control responsable al Gobierno, cuando resuenan los ataques matoniles y las reminiscencias de lo peor de nuestra historia. En estas circunstancias, se desliza por la imaginación la posibilidad de que algunos políticos estén deseando que la plaza se llene de sangre para poder comentar la faena desde la comodidad de sus butacas. Y lo peor es pensar que después, posiblemente, se llenarían la boca con las palabras del poeta y gritarían al cielo que no quieren verla.

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