El fatalismo nacional empuja a España entera hacia la tercera vía, que es a todas luces la peor de las soluciones posibles frente a la querella catalana, la desafección política y la corrupción sistémica. El tuneado del PSOE no es sólo cosmética. Incluye piezas incompatibles con el motor del país. La vaguedad de los argumentos socialistas contrasta con la contundencia de las consignas sobre la España federal, cosa tan absurda como, por ejemplo, cogitar una Albania democrática.
Susana Díaz, Pedro Sánchez y Miquel Iceta, por orden de importancia, plantean una reforma constitucional que equivale a realizarle la autopsia a la Carta Magna. A partir de ahí, lo mejor que podría pasar es que varios estados compartieran una especie de panfleto de mínimos sobre el control de las carreteras, fronteras y bandas policiales.
Sin embargo, esta tercera vía suicida goza de gran prestigio entre empresarios y editorialistas confusos, del país a la vanguardia. Algunos de ellos parecen pensar de buena fe que meterle cuatro cuchilladas en el pulmón al texto constitucional es lo mejor para sanar todas las heridas de la Nación, desde los levantamientos de los caudillos autonómicos a las amenazas catódicas de Podemos y los sermones del apóstol Iglesias, al que sólo le falta hacer como que levita.
Por el lado del PP, el mutismo de Rajoy agudiza el contraste de pareceres entre el sector blando y el sector más blando, de manera que el ministro Margallo (recuérdese que es el titular de Exteriores y temas catalanes, lo cual es indiciario de nada bueno) sopesa avenirse a la liposucción abdominal de la Constitución. La oferta para lo del "encaje de Cataluña en España" está entre confiar el cuidado de los dientes a un zapatero y dejar el coche en manos de los mecánicos de Fernando Alonso. Se podría, pero no conviene.
La fórmula es la siguiente: se abre la Constitución, se le mete que Cataluña es una nación, se le otorga impunidad absoluta al nuevo estado en materia de lengua y cultura, se financia con un concierto económico más injusto aún que el vasco-navarro y se queda, de paso, con el mando absoluto de las administraciones locales. Esto último podrá parecer lo menos grave porque es poco conocido el dato de que la Diputación de Barcelona, que es de todos los españoles y está a las órdenes teóricas del Estado, es una de las grandes paganas de la fiesta del estado propio y es la titular del suelo y los edificios de más de la mitad de Cataluña porque la propiedad real es del Estado.
España podría superar semejante expolio, pero los demás navajazos afectan puntos vitales. Sería la primera vez y la primera constitución en la que un Estado financiara los gastos militares del Estado pirata que le ha declarado la guerra. Es jaque mate. La puñalada de la lengua provocaría, en cambio, una muerte más lenta pero tal vez más eficaz que la anterior. La erradicación del español y el gueto para charnegos podría borrar toda huella de la hispanidad de los catalanes en una generación, con lo que Cataluña realmente sería otra cosa y el primer país artificial del mundo, plataformas petrolíferas e islas privadas al margen.
El último punto, que es el primero de este remake de la alternativa kas, es la muerte súbita, un fino tajo en la yugular y la sangre manando a propulsión, como en Kill Bill II. La nación es España. En Andorra será de otra manera y una semana mandará un obispo catalán y la siguiente Hollande, pero aquí ni ha pasado tal cosa ni parece una fórmula viable ser de un país por la mañana y de otro al acostarse.
En este mejunje, los periodistas con más olfato se huelen que Duran puede acabar de padre de la nueva Constitución, si es que la letra pequeña de una preferente se puede comparar con una carta de derechos. No son cantos de sirena, no, pero tampoco voces de alarma, lo que aún resulta más inquietante, puesto que es la prueba de que ya ha empezado la operación para destrozar lo poco que va quedando de España. Y esta vez parece que va en serio. Nada de banderillas.