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Amando de Miguel

El mito del interés general

Solo cabe una salida moral: que cada uno cumpla con su deber lo mejor que sepa y pueda.

Los escolásticos y sus sucesores hablan de "bien común", algo así como la integral de las satisfacciones de todos los miembros de una sociedad. Es una abstracción útil, pero con el inconveniente de que no es fácil determinar quién lo tiene que definir y cómo. Se supone que es el resultado de una sociedad ordenada. En la que tenemos hay que confiar en que un Gobierno legítimo (democrático) procurará ese bien común. Pero el Gobierno puede equivocarse y marginar a ciertas minorías. En cuyo caso el pretendido orden produce resultados poco deseables.

Actualmente, se prefieren otras expresiones, como "interés público" o "interés general" para llegar a algo parecido. Se trata de que las acciones del Gobierno democrático promuevan el interés de los llamados ciudadanos, es decir, por encima de los intereses particulares. Como teoría parece correcta. Pero ¿qué pasa si el objetivo no se consigue del todo? Es más, la realidad nos dice que unos intereses particulares o de grupo se atienden mejor que otros. Por ejemplo, es evidente que en España los intereses de los grupos feministas, homosexuales o ecologistas se satisfacen mejor por el Gobierno que cualesquiera otros. Se puede descender a más detalle. Los intereses de los productores de películas se atienden mejor por el Gobierno que los intereses de los escritores. Las preferencias que digo son tan sistemáticas que se cumplen tanto si el Gobierno es de derechas como de izquierdas.

El problema no se resuelve fácilmente con el expediente de que "la mayoría tiene razón". Precisamente la grandeza del sistema democrático reside en la gentileza que supone el apoyo a las minorías desasistidas.

La única salida a tales aporías consiste en la humilde consideración de que el bien común es una utopía, resulta inalcanzable. Ni siquiera cabe disimularlo con las etiquetas de interés general o interés público. Lo que los poderes públicos pueden promover es que no exista un desequilibrio llamativo entre la satisfacción de las demandas de unos grupos u otros. Nos podríamos plantear, por ejemplo, por qué los vascos y navarros contribuyen con menos impuestos que los demás españoles. O por qué el IVA que pagan los empresarios de espectáculos va a ser menos gravoso que el que pagan los cosecheros de aceite. O por qué se subvenciona la venta de automóviles y no la de ordenadores. O por qué ciertos ayuntamientos pueden colgar la bandera de los homosexuales y no la de los que se oponen a los abortos. O por qué se ha de ayudar con dinero público a los productores de carbón y no a los de azafrán. Las antinomias pueden ser infinitas.

Teóricamente, el asunto se resuelve dejando que florezca la máxima libertad de expresión, de protesta. Así cada grupo de interés podrá exponer sus aspiraciones. Pero eso se dice pronto y se hace con grandes dificultades. Es evidente que en España la libertad de expresión deja mucho que desear. Por ejemplo, los medios de comunicación de Cataluña reciben ingentes cantidades de dinero por parte de la Generalidad para promover el nacionalismo. Nadie se escandaliza.

Solo cabe una salida moral: que cada uno cumpla con su deber lo mejor que sepa y pueda. No es muy popular decirlo, pero lo digo.

En España

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