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Cristina Losada

Necios y nacios

Uno se encuentra, por ejemplo, en Galicia, con castellanohablantes que piensan que el ideal es que todo el mundo hablara siempre en gallego. Que lamentan obstaculizar el advenimiento de esa Arcadia maravillosa y homogénea.

No me gusta insultar (en público, quiero decir), pero pienso que hay, verdaderamente, necionalistas. El palabro está inventado y disiento del uso que suelen hacer de él las autoridades en la materia. De los nacionalistas no diría que son necios. En cierto sentido, no lo son en absoluto. Su persistencia en el mapa político de Europa tras las experiencias nazionalistas, y su fructífero viaje de la minoría marginal a la minoría cuasi hegemónica en España son hechos que demuestran que saben jugar sus cartas. Y cartas manchadas de sangre, como aquí es el caso. Nacionalismo y sangre vienen juntos desde el principio: Blut und Erde. Y debe de apelar a ingredientes, que si no están en la sangre, sí en otros fluidos de la especie, para haber conseguido llegar adonde ha llegado. Pues su discurso no puede ser más simplón, más carente de interés y más, eso sí, tonto. Pero, ay, ha tenido éxito. Y no ya entre quienes compran el pack completo, como es evidente, sino, sobre todo, entre los que no. De ahí el triunfo.

Contemos los votos de los partidos abiertamente nacionalistas en España y nos sale una ridiculez. Aún en las regiones donde han gobernado o gobiernan, existe un amplio sector que no les da su confianza en las urnas. Y, sin embargo, no pocas de esas personas que no votan a los nacionalistas y que ni hartos de vino (mientras la autoridad permita el exceso) se considerarían fieles de ese sucedáneo de religión, comparten tabúes y tótems de los seguidores de Sabino Arana, Prat de la Riba o Castelao. Comparten los complejos. Mejor dicho, los hacen suyos. Y si el surgimiento del nacionalismo y su pervivencia están relacionados con la explotación de los sentimientos de inferioridad, el contagio se extiende gracias a su capacidad para generar sentimientos de culpa. O para satisfacerlos, si los consideramos, al modo de Paul Johnson, como "ese vicio corrosivo de los hombres civilizados".

De otra manera, no acaba de entenderse que las políticas de imposición lingüística perpetradas en Cataluña, el País Vasco y Galicia, y un posible etcétera hayan sido aceptadas hasta ahora con casi total sumisión por las poblaciones afectadas. A excepción de unas minorías, nadie ha movido un dedo. Ni los más perjudicados. Cierto que los dos grandes partidos las han legitimado, cuando no capitaneado ellos mismos. Y que han asumido la escala de valores de la que emanan. Pero hay vida fuera de los partidos. Y esa vida no se ha manifestado. ¿Por no meterse en política, como aconsejaban las mamás en tiempos de Franco y el propio dictador? Puede ser. Pero a cada paso, uno se encuentra, por ejemplo, en Galicia, con castellanohablantes que piensan que el ideal es que todo el mundo hablara siempre en gallego. Que lamentan obstaculizar el advenimiento de esa Arcadia maravillosa y homogénea. Que admiten el maniqueo esquema que prescribe que usar un idioma es bueno y usar el otro, como ellos hacen, malo. O que, ante alguna objeción, salen con un "pero a mí me gusta el gallego". ¿Y a quién no?

He dicho en Galicia, pero ese tipo aparece en cualquier parte, hasta en Madrí. Es aquel que ha interiorizado una parte, la sustancial, de los valores de los nacionalistas. Sin darse cuenta. Como si fuera lo más natural. De un modo similar a cómo, según los marxistas, se participaba de la ideología dominante. Claro que en esa escuela de pensamiento y acción política, no se les llamaría necionalistas, sino, con menos melindre, "tontos útiles".

En España

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