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EDITORIAL

1812-2012: la España que aún puede ser

España no recuerda en nada - es obvio- a la de las Cortes de Cádiz y, no obstante, nuestros demonios familiares perseveran. El prolijo idealismo de 1812 nos parece hoy anacrónico, pero su sustrato sigue dando frutos amargos de discordia

La Constitución de 1812, promulgada el 19 de marzo, formuló el ideal de una España integradora de tradición y reformismo, ortodoxia y apertura que, aún hoy, doscientos años después, sigue siendo un sueño audaz y atascado. Las Cortes de Cádiz fueron una burbuja ilustrada y patriótica, pero la España real vivía ajena a ese estado de gracia. Más allá de una Cádiz resguardada del asedio francés por las fragatas inglesas, se extendía el páramo, un solar que lúcidos testigos como Jovellanos describieron inhóspito, pobre, inmóvil y atrasado.

Los constituyentes de 1812 creyeron que era posible restañar la fractura de las dos Españas que pugnaban desde el siglo XVII por imponer una esencia excluyente de lo español: una, tradicionalista, nostálgica de glorias pasadas; otra, desencantada de lo español por su aislamiento autista de Europa; una, inmovilista y enemiga de la novedad; otra, negacionista de la tradición y ávida de todo lo nuevo que llegase de Europa; una, estancada; otra, émula; una, la España encastillada; otra, la España avergonzada de sí misma. Solo una minoría de egregias inteligencias, señala don Claudio Sánchez Albornoz, "se ha esforzado por integrar lo europeo en lo hispánico, para recrear la vieja españolía" que fue decisiva fuerza cultural en la construcción de Europa. Pertenecieron a esa minoría selecta los autores de la Constitución de 1812: españoles ilustrados y patriotas, amantes de nuestras tradiciones, respetuosos del lugar de la fe católica en nuestra forma de vida, fieles a la institución monárquica como útil símbolo de la continuidad de España, descendientes de Séneca y de Prudencio, de Averroes y de Moisés de León, de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa, hijos de Trento y de la Enciclopedia, portadores orgullosos de un legado milenario y conscientes de la urgencia de reformar la vida española para sacarla de su postración, reanimar su pulso histórico y ponerla en pie con el triple impulso de la libertad: libertad de pensamiento, libertad de comercio, libertad política.

En la Constitución de 1812 cristalizan las corrientes reformistas que nacieron durante la Ilustración española. No fueron fuerzas de ruptura, como en Francia, sino de equilibrio entre continuidad y cambio, tradición y novedad, ortodoxia y heterodoxia.  La pugna esencialista y excluyente que nos consumía se suspendió como por ensalmo. En el silencio de nuestras querellas seculares, brillaron inteligencias clarividentes e integradoras: Feijoo, Jovellanos, Campomanes,... El siglo XVIII, el "menos español" de nuestros siglos, como lo calificó don José Ortega y Gasset, culminó en 1812, con la primera constitución patriótica de nuestra historia. Fue un sueño breve y pacífico de la razón, que pronto se poblaría de nuestros monstruos seculares.

Doscientos años después, España no recuerda en nada -es obvio- a la de las Cortes de Cádiz y, no obstante, nuestros demonios familiares perseveran. El prolijo idealismo de la Constitución de 1812, exhortando a los españoles a ser "benéficos y justos", nos parece hoy anacrónico, pero el sustrato que motivó ese precepto sigue dando frutos amargos de discordia. Las dos Españas siguen cada una a lo suyo y ambas, en el empeño de destruir a la otra.

La derecha desconfía de la libertad de pensamiento, desprecia la cultura o la reduce a lo antiguo y postula una España sesteante en el consenso del reformismo económico. Es digna heredera de los estamentos inmovilistas que recelaron de la Constitución de 1812, a la que motejaron despectivamente como La Pepa.

Por su parte, la izquierda española sigue siendo esencialmente violenta, revolucionaria y enemiga de todo lo español. Es la misma izquierda que, durante más de dos siglos, ha aplaudido, cuando no promovido, cualquier tentativa de entregar la soberanía nacional. Es digna heredera de las facciones que, durante la Guerra de la Independencia, postularon una constitución revolucionaria y, durante la Guerra Civil, una solución soviética. 

La historia española de los dos últimos siglos, trágica y también milagrosa, describe el ambivalente legado de la minoría patriótica y lúcida de Cádiz.

La España de 1812 no fue; pero la de 2012 nos recuerda que la empresa común aún puede y debe ser.

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