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EDITORIAL

Irak o el error de reconsiderar un acierto

A primeras horas de la mañana del once de septiembre de 2001, el equipo de seguridad del presidente de los Estados Unidos estaba en posesión de una información procedente de Nueva York que le llevaba a una conclusión alarmante: La vida del presidente corría riesgo, tanto si permanecía en Florida, como si retornaba a la Casa Blanca. Esa conclusión fue la que dictaminó que el presidente norteamericano fuera introducido en el Air Force One y su localización fuera un secreto de Estado durante las horas siguientes.
 
Después hemos sabido con total seguridad que Bush bien podía haber permanecido en la escuela de Sarasota o haberse trasladado a la Casa Blanca sin que por ello se hubiera convertido en una de las miles de víctimas del Once de Septiembre. ¿Esta constatación empírica y a posteriori nos debe llevar a considerar que fue un “error” o una inducción "alarmista" aconsejar al presidente que no hiciera ni una cosa ni otra?
 
No creemos que para contestar de forma negativa a esta pregunta tengamos que ser expertos en epistemología del conocimiento o en Teoría de Juegos con restricciones de información imperfecta aplicadas a la estrategia de defensa y seguridad. Creemos que basta con un poco de sentido común, ese que parece que tanto falta ahora para considerar que tampoco fue un error que Bush apelara al riesgo de un Sadam en posesión de armas de destrucción masiva para legitimar su derrocamiento. Y, ciertamente no lo fue, aunque se pudiera demostrar, ahora y gracias a la intervención aliada, que todo aquello de los rastros de armamento prohibido dejados por Sadam y detectados por la CIA, así como los obstáculos que el dictador impuso a los inspectores, sólo obedecía en realidad a un deseo del tirano de hacer creer a la comunidad internacional que aún conservaba un armamento que ya no tenía. Sin embargo, resulta preocupante ver cómo no sólo los detractores de Bush, sino también algunos partidarios de la intervención militar deslizan un equivocado concepto de “error” que, si bien no les conduce a reconsiderar la legitimidad de la guerra, sí que les lleva a pedir cambios en los servicios secretos para que cuenten con evidencias más rotundas antes de dar la voz de alarma en casos similares.
 
Hay que tener presente que Sadam Husein era desde hace años considerado por los expertos en psiquiatría como un caso clínico de psicopatía. Habría que recordar, en este sentido, un relato que, según el profesor de Psicología Criminal, Vicente Garrido, publicaba El País del 8 de noviembre de 1982: Se trata de lo que le contestó el dictador a su entonces responsable de investigaciones nucleares, Hossein Sharistani, tras señalarle este que los proyectos nucleares de su Gobierno ya contravenían los acuerdos internacionales de entonces: “Usted es un científico y yo soy un político. ¿Sabe lo que es la política, doctor Sharistani? Se lo voy a decir. Cuando me levanto por la mañana, pienso una cosa. Luego, en público, anuncio lo contrario. Después por la tarde, hago otra cosa muy distinta, que me sorprende incluso a mi mismo”.
 
Tal vez, la razón por la que Sadam actuó de forma zigzagueante, pero siempre incompleta, ante las resoluciones de la ONU, fuera el deseo de retener el poder de disuasión de unas armas que ya no tenía; o bien la corrupción del sistema o, simplemente, “por hacer algo distinto, tanto de lo que pensaba como de lo que manifestaba que iba a hacer”. En cualquier caso, debe estar claro que, por culpa de este loco o por culpa de lo que se encuentre o se deje de encontrar en Irak, los servicios secretos no deben abandonar un criterio racional que les lleve a considerar como una amenaza digna de casus belli a un tirano que se comportara de manera autoinculpatoria respecto a las resoluciones referentes al armamento de destrucción masiva.
 
Imaginemos que la Comunidad Internacional hubiera dejado impune a un atracador a mano armada de bancos con la condición expresa y clara de que permaneciera alejado de ellos. Tiempo después, se constata que entra en uno, y que lo hace empuñando algo que parece una pistola. Siempre será un acierto dejarse llevar por la apariencia de que lo que pretende, efectivamente, es atracar el banco. El haberlo detenido por esa razón seguirá siendo un acierto, aunque luego se descubra que la pistola no era tal y las razones del detenido para entrar en ese momento en el banco, distintas de las de atracarlo. No es que tuvimos el derecho, es que tenemos el deber de seguir pensando y considerándolo así. Y felicitar a la CIA por ello.

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