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EDITORIAL

La sinrazón de los controladores

No es de recibo es que un grupo de trabajadores secuestre unas instalaciones que son públicas (y que además son las únicas con las que cuenta el país) declarando huelgas salvajes, oficiales o de celo, según los casos y según convenga.

Desde un punto de vista liberal conviene analizar las huelgas con cautela y una cierta distancia. En general, suelen ser mecanismos para tratar de lograr por la fuerza objetivos que no se pueden alcanzar de manera pacífica a través de la negociación; especialmente, si la huelga es en el fondo un instrumento de presión contra el Estado para conseguir algún tipo de privilegio legal.

El conflicto entre los controladores aéreos y Fomento presente numerosas aristas, pues al fin y al cabo Aena es un monopolio público que no siente la menor presión de la competencia para mejorar su servicio, sus precios (o tasas) o incluso las condiciones laborales de sus trabajadores. Sin embargo, en este caso concreto, no parece que los controladores sean un colectivo "explotado", sino más bien lo contrario: durante los últimos años se han comportado como un monopolio dentro de otro monopolio y ello les ha reportado inudables réditos de carácter extraordinario.

El origen de las desavenencias comenzó allá por febrero de este año cuando el Gobierno aprobó un decreto ley que dos meses más tarde se convertiría en la ley de prestación de los servicios del tráfico aéreo. En este decreto se incrementaba la jornada ordinaria de trabajo desde las 1.200 horas anuales a 1.670, motivo que los controladores aducían para quejarse de la sobrecarga de trabajo, del estrés y del riesgo que todo ello suponía para el pasajero.

No obstante, la verdad es que, habida cuenta de que el número de horas extraordinarias trabajadas por la mayoría de controladores en 2009 ascendía a 600, tras la aprobación del decreto la jornada total se reducía desde 1.800 horas a 1.750. ¿De dónde venía, pues, el enfado de los controladores? Se trataba de una simple cuestión crematística: las horas extraordinarias se remuneraban tres veces más que las ordinarias, de modo que trabajando aproximadamente lo mismo iban a percibir un sueldo sustancialmente menor.

Es cierto que desde 2006 no se han ampliado las plazas de controladores, lo que ha obligado a concentrar toda la carga laboral en unos pocos trabajadores. Pero no es menos cierto que hasta la fecha los controladores eran los principales cómplices y beneficiarios de esta limitación a la entrada de nuevos controladores, pues con ello podían percibir altísimas remuneraciones en concepto de horas extraordinarias. Afortunadamente, este ha sido otro de los elementos que las reformas del Gobierno han cambiado, aun cuando la solución real no vendrá hasta que Aena deje de ser un monopolio (público para más inri) y la demanda y la oferta de puestos de trabajo se fije con criterios empresariales y no de acuerdo a intereses políticos o sectoriales.

Desde la aprobación de todas estas medidas, la relación entre Fomento y los controladores se basó en una tensa calma donde no es improbable que estos últimos se instalaran en una huelga de celo a modo de protesta. Hace unas semanas, el Ejecutivo movió ficha y aprobó el reglamento que desarrolla la ley anterior. La medida más llamativa del mismo era la de reducir el tiempo de descanso de los controladores hasta el 20% de la jornada diurna, desde el 25% que contemplaba la ley de abril o el 33% de la regulación anterior. Ésta y otras provisiones, como las guardias obligatorias, pueden tener un carácter más o menos discutible (si bien, sorprendentemente, los controladores piden ahora su aplicación inmediata al tiempo que los aducen como motivo para justificar la huelga), pero en todo caso se trata de un debate estéril en el que ni Fomento ni un sindicato privilegiado de controladores deberían tener mucho que decir: las condiciones laborales –salarios, jornadas, descansos, número de controladores...– deberían fijarse en el mercado y en un marco de libertad y competencia.

Lo que desde luego no es de recibo es que, como ya sucedía en el caso del Metro de Madrid, un grupo de trabajadores secuestre unas instalaciones que son públicas (y que además son las únicas con las que cuenta el país) declarando huelgas salvajes, oficiales o de celo, según los casos. Al final, el ciudadano es el verdadero perjudicado: primero por costear de su bolsillo una empresa ineficiente; segundo, por no poder acudir a una competencia que no existe y de cuya inexistencia se benefician los propios controladores; tercero, por las tasas más altas y los peores servicios que implica un monopolio; y cuarto, por la desprotección y la total ausencia de alternativas que padecen cuando los controladores declaran una huelga.

No se trata tanto de que Blanco lo haya hecho bien, pues muchos puntos de su actuación resultan ciertamente mejorables, como de que la privilegiada situación de Aena y los controladores es insostenible, especialmente en momentos de crisis económica. Por muy arrogante y bravucón que según los controladores haya sido el ministro de Fomento, su estatus es inaceptable, al menos tal y como está configurado actualmente. Si en un mercado libre consiguen salarios y condiciones laborales iguales o mejores a las de ahora, no tendremos nada que objetar, pues lejos de sumarnos a la demagogia socialista de Blanco, creemos que en un mercado competitivo los altos salarios son una señal de que se está prestando un gran servicio a la sociedad. Pero los controladores no parecen muy interesados en liberalizar su profesión. Por algo será.

En Libre Mercado

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