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Emilio Campmany

La libertad pide paso

Miles de ciudadanos soportan en silencio que sus impuestos sirvan para pagar subvenciones millonarias, que la Administración le envíe papeles en un idioma que no es el suyo y que a sus hijos los adoctrinen con unas ideas de las que no participan.

La terrible experiencia de los primeros cuarenta años del siglo XX hicieron de nosotros un pueblo acomodaticio, sin ganas de líos ni de meterse en políticas. Después de fracasar en su intento de que el pueblo derrocara el régimen de Franco, la izquierda aprendió a extraer renta de este defecto nuestro de ir dejando que pasen las cosas en la convicción de que la sangre nunca llegará al río, que no hay mal que cien años dure y que todo quedará en agua de borrajas.

Toda la Transición estuvo encaminada a la reconciliación. La derecha entendió que la izquierda y los nacionalistas no colaborarían nunca con un régimen que no fuera federalizador y socializante. Por eso, la Constitución inventó "las nacionalidades", como un escalón por debajo de la nación, pero sin fijar con precisión sus límites. Por eso, también dice cosas como que los sindicatos contribuyen a la defensa y promoción de los intereses económicos o que la función social de la propiedad delimita su contenido o deja abierta la posibilidad a que un Gobierno imponga una economía planificada. A cambio, la derecha sólo exigió que España siguiera siendo España y que fuera una Monarquía, creyendo que ésta garantizaría la unidad de aquélla.

Y hoy lo que tenemos son unas "nacionalidades" donde, sean o no mayoría quienes allí lo sienten, apenas se soporta ser parte de España y se desprecian sus símbolos y la persona que los encarna. Hasta el punto de que en Barcelona o Bilbao no puede celebrarse el Día de las Fuerzas Armadas, como si sus habitantes no disfrutaran también de su protección. Por su parte, la izquierda no sólo ampara a sus sindicatos –a pesar de ser hoy obvio que constituyen una rémora– y levanta proyectos de economía planificada para salir de la crisis, sino que se alía con los nacionalismos para impedir que la derecha, que apenas le gusta ya llamarse nacional, pueda volver al poder.

El electorado tan sólo quiere que le dejen en paz, que no le cuenten problemas y que se los resuelvan, mientras huyen de defender, no ya en público, sino en su pequeño círculo de amigos, cualquier idea que, por muy suya que sea, quepa ser tildada de fascista, insolidaria, reaccionaria o, simplemente, pasada de moda. Así, miles de ciudadanos soportan en silencio sin decir ni pío que sus impuestos sirvan para pagar subvenciones millonarias, que la Administración le envíe papeles y haga comunicaciones en un idioma que no es el suyo y que a sus hijos los adoctrinen con unas ideas de las que no participan, viendo como su libertad se recorta un giro de tuerca tras otro.

Todos ellos debieran recordar las palabras de don Quijote: "La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida; y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres".

Cuán reconfortante es ver que en las conciencias de unos miles de españoles todavía retumban estas sabias palabras para darles el valor de manifestarse por esa libertad (y esa honra) de la que cada día tenemos menos. Estos miles pueden enorgullecerse de habernos devuelto a los demás la esperanza.

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