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Sin duda, la imagen más memorable que nos va a dejar esta campaña electoral es esa silueta del país que dibujan varios centenares de personas sobre un fondo que el fotógrafo ha distorsionado con unos tonos optimistamente claros. A los que tenemos más de cuarenta, la visión de ese mapa físico nos transporta por un instante a nuestros años escolares, aunque a los colegiales de ahora únicamente les debe recordar –y de forma vaga– la sección que dedica a la predicción meteorológica el Telediario de la Primera.
 
El secreto del impacto que logra causar la escena reside en la sensación de exhaustividad que uno retiene al contemplar a la multitud que lo saluda desde vallas y pasquines. La verdad es que sólo aparecen unos cuantos españoles, pero lo que transmite la instantánea es que estamos todos, que no falta nadie. Eso es así porque en la composición del retrato se ha cuidado incluso el más mínimo detalle. El lienzo coral de familia incluye hasta la última presencia, hasta al más despreciable –por bajo– de los elementos del paisaje. Porque, si se fijan bien, comprobarán que no han querido dejar fuera ni al perro.
 
Pálido, casi difuminado, como si quisiera confundirse con el fondo vacío que sirve de violento contraste al retablo abigarrado de la comunidad, el can también está ahí. Concretamente, se deja entrever justo a la altura de Barcelona. Cuando reparamos en él, se nos antoja una bestia de apariencia inofensiva, incluso aureolada de un cierto aspecto bonachón. En el felizmente superado lenguaje sexista de nuestros ancestros hubiese sido catalogado, sin lugar a dudas, dentro de la categoría de los perritos falderos, esos entrañables animales de compañía de los que a lo sumo se puede temer algún ladrido inoportuno; nunca una mordedura, y mucho menos el contagio de la rabia tras el contacto con alguno de sus diminutos colmillos.
 
Si contempla con más atención a ese chucho, el observador descubre que no está suelto. El pobre no es libre. Una dueña indiferente al solícito movimiento del rabito con el que, sin duda, pretende ganar su afecto, lo mantiene firmemente cogido con una correa. La canina docilidad que trasluce su estampa nunca sabremos si se debe atribuir a que ha sido premiado con una golosina por su ama; a que espera una orden de ella; a que cree haber descubierto cómo entenderse con ese largo brazo que le tira del collar cuando salen a pasear por las noches; o, simplemente, a que su mera presencia lo paraliza. Lo único que se percibe como indudable es que una voluntad ajena domina todos sus actos. Por su parte, la propietaria, con la vista fija en otro punto del plano da la impresión de no tener la más mínima preocupación por la suerte futura de tan cándido acompañante. Para mí tengo que más pronto que tarde acabará deshaciéndose de él en la perrera.

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