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José García Domínguez

Elemental, querido Curro

Pero el primero en descubrirlo fue Moratinos. Moratinos se entera de todo. Lo único que ignora es que el Código Penal tipifica como delito la ocultación de información relevante sobre crímenes no resueltos

Moratinos lo sabía. En las cloacas del Estado, lo sabían. A dos pasos de la comisaría de Avilés, lo sabían. El morito que despachaba con el alférez, lo sabía. Antonio Toro, aquel que hacía pesas en la cárcel con los chicos de Jarrai, lo sabía. Los que brindaron con champán y luego tiraron de Visa, lo sabían. Los que controlaban el locutorio de Carabanchel, lo sabían. En los reservados de las marisquerías de la Gran Vía, lo sabían. Menos Urrusolo Sistiaga y los agentes que detuvieron por dos veces la furgoneta para después dejarla continuar hasta Madrid, parece que todo el mundo lo sabía. Hasta, meses antes, casi lo pronosticó el próximo Premio Cervantes, Mohamed VI.
 
Pero el primero en descubrirlo fue Moratinos. Moratinos se entera de todo. Lo único que ignora es que el Código Penal tipifica como delito la ocultación de información relevante sobre crímenes no resueltos. Por eso, no se le ocurrió comunicar sus pesquisas y descubrimientos al Ministerio del Interior. Aunque para mí tengo que la verdadera razón del silencio del canciller durante la tarde del 11-M fue su modestia intelectual, que es tan profunda como secreta.
 
Me explico. El cuate de Arafat, no sólo es hombre de cultura enciclopédica, sino que aprendió inglés leyendo a Chesterton. Y se sabe de memoria El hombre que fue Jueves, aquella novela en la que todos los terroristas trabajaban para la policía, y viceversa. Fue entonces cuando nació su adicción a las reflexiones detectivescas. Con aquel relato presente en su mente prodigiosa, la potente maquinaria analítica que responde por Curro se puso a trabajar. A partir de ahí, la cadena de razonamientos fue, más o menos, como sigue. Si los príncipes árabes de Al-Qaeda decidieran organizar un gran atentado en Europa, ¿a quién encargarían la misión? Sin duda, a una cuadrilla de chorizos bereberes, se respondió. ¿En qué nombres pensaría Ben Laden desde su angosto refugio en las montañas de Pakistán? Obviamente, en los de el Chino y el Mowy, cuyo prestigio como distribuidores de chocolate al por menor servía de modelo y acicate a los combatientes islamistas del mundo entero. Por último, ¿cómo podría ese astuto saudí lograr que el nuevo Gobierno del país a castigar albergara legitimidad formal, pero no moral? Pues, muy fácil, se respondió el portento: simulando olvidar inmediatamente el asunto, y renunciando a vanagloriarse de su hazaña, como si no fuera con él el asunto.
 
Elemental, querido Curro, se dijo entonces para sus adentros dibujando un rictus de satisfacción en el rostro. Y sin perder un segundo, descolgó el teléfono y llamó a Dezcallar. 

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