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José García Domínguez

Olvidaos del Tea Party

El Tea Party, tal como acaba de conceder el mismo Vargas Llosa, encierra algo genuinamente sano, realista, democrático y libertario: la alarma ante el crecimiento desmedido del Estado.

Tal vez haya empeño aún más triste que el afán por celebrar a coro la última astracanada del bocazas de guardia, siempre, claro está, que sea uno de los nuestros, o escandalizarse al muy hipócrita modo cuando el rebuzno proceda de las filas de enfrente. Me refiero a los términos en que, igual a diestra que a siniestra, se trata la posibilidad de que surgiese en España algo similar al Tea Party. Y es que, de creer a los ponentes, la almendra del asunto residiría en que el parto fuera asistido ora por fulanito, ora por menganita, ora por zutanito. Huelga decir que todos, sin excepción, notorios notables del PP. Léase, pues, un político profesional con mando en plaza, clientela propia y acceso en condiciones de barra libre al presupuesto público.

O sea, la más genuina antítesis de la sociedad civil, el espacio físico y moral donde habita ese movimiento norteamericano. De ahí, por cierto, su envidiable vitalidad. Y también de ahí sus inevitables ribetes folclóricos, rayanos a veces en la pura payasada, como en el caso de la tal Christine O´Donnell, gran esperanza blanca de los sufridos activistas contra la masturbación. No obstante, integristas al margen, el Tea Party, tal como acaba de conceder el mismo Vargas Llosa, encierra algo genuinamente sano, realista, democrático y libertario: la alarma ante el crecimiento desmedido del Estado y su ubicua querencia por invadir la vida privada de la gente, recortando cada vez más el ámbito de la libertad individual.

Y, aquí, esperamos que un sucedáneo lejanamente equiparable nos lo promuevan en un despacho de... la Administración. Olvidadlo. Nunca tendremos nada parecido a un Tea Party por la mismo razón que nunca tuvimos nada parecido a un Voltaire, a un Locke o a un Stuart Mill: porque carecemos de genuina tradición liberal. Qué se le va a hacer, en el XVIII no fuimos capaces de producir una Ilustración digna de tal nombre, como bien diagnosticó Octavio Paz, y ahora, en el XXI, todavía lo estamos pagando. Así, cuando un empresario autóctono gana cuatro perras, su máxima ambición en la vida es presidir un club de fútbol. Ahí, en los palcos del furbol, empieza y acaba la sociedad civil española. No perdáis más el tiempo: nunca emergerá.

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