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José T. Raga

La obsesión de regular

Cuando regular se convierte en una obsesión, estamos expuestos a no pocos males; quizá el más común sea el de la esclavitud.

Cuando regular se convierte en una obsesión, estamos expuestos a no pocos males; quizá el más común sea el de la esclavitud. Que una sociedad requiere orden jurídico para desenvolverse en armonía está fuera de discusión. Un orden jurídico que implica normas marco de convivencia y donde los derechos de cada uno implican obligaciones de respeto a los demás.

Ahora bien, la obsesión reguladora nos sitúa en un escenario bien diferente. Lejos de defender el orden para la convivencia, la regulación abusiva se convierte en un instrumento de esclavitud y de ataque la intimidad personal. Es evidente que la alcoba no puede, o mejor, no debe, ser objeto de regulación, como no deben serlo la mesa ni las relaciones familiares, de amistad y de confianza. Éstas se basan en los lazos que proceden del corazón y por ello ni siquiera deben justificarse. Es un límite que todo regulador debe reconocer como línea roja.

Un límite que nunca tuvieron claro los rojos –ya que he hablado de líneas rojas–. En la Unión Soviética –rojos– el regulador decidía dónde debía vivir una familia; cuántos metros había de tener una vivienda; dónde y en qué desarrollar tenía que desarrollar cada cual su actividad productiva; qué estudiaría cada miembro de una unidad familiar, y dónde; qué alimentos había que tomar...

Los así regulados –mejor llamarlos, simplemente, sujetos en lugar de ciudadanos viven sometidos a un régimen de esclavitud, hasta el punto de que ni siquiera son conscientes de que lo sufren. Llegan a suponer que todo este artesonado de normas reguladoras de la vida personal, familiar, económica y social se justifica por la seguridad que proporciona a cada uno de los sujetos amalgamados en una sociedad sin personas.

Pues bien, en el siglo XXI, en España, un ministro del PP está empeñado en regular las remuneraciones de la alta dirección en las entidades financieras. En un marco jurídico estable, la remuneración de cualquier alta dirección de una entidad corresponde a la decisión de sus propietarios, es decir, a la Junta General de Accionistas de la compañía. Y, salvo por envidia, el señor ministro debería abstenerse de inmiscuirse en ello, sobre todo si no lo hace como accionista sino como ministro.

De lo único que debe de preocuparse el ministro es de la solvencia de las entidades financieras, regulando los pormenores de la actividad, su concentración de riesgos, etc. Y ello porque hay un Fondo de Garantía de Depósitos que responde en caso de insolvencia. Lo demás, señor ministro, no le corresponde a usted, aunque eso se le venda muy bien a la izquierda –a los rojos–.

Que cada uno haga lo que tiene que hacer, y si el argumento es que entregó dinero para el rescate de algunas entidades... pues que no lo hubiera entregado. Un pecado nunca se absuelve con otro mayor.

En España

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